martes, 30 de septiembre de 2014

TE SEGUIRÉ BUSCANDO

30 de Septiembre 2014
Y el corazón, el distraído 
por la ilusión, por la elusión, el verte 
de prisa huyendo, movediza 
como el andamio de oro sustentado 
bajo techos de humo, se abandona 
—pues quién retiene la hermosura— 
el terror sagrado en que alborea.

—Rubén Bonifaz Nuño, Siete de espadas

te-seguire-buscando

Seguiré buscándote en todas las mujeres de cabello negro, largo y rizado. En las jóvenes de fino talle. En las que usan falda amplia y colorida, que caminan distraídamente. Aquí y allá he aislado el carbón de tu ceja, la perfecta hilera de tus dientes. Pocas veces he capturado tus delgadas manos que reían cuando conversábamos. Me he detenido en los aparadores de las zapaterías para mirar las alpargatas de tela y yute que calzabas. En los mercados he acariciado las delgadas telas de tus blusas. Por supuesto, en las multitudes, no dejo de escudriñar un sombrero de fieltro morado, el que destinabas a las jornadas de sol intenso. Con frecuencia evoco tu rostro, oscurecido por el ala del sombrero: el resplandor te daba de frente y tu paso era desgarbado, aunque tu deseo era mantenerte erguida. Me divertía la ocurrencia del sombrero, más propio para un día gris y frío. Parte de tu gracia juvenil eran esos hábitos de niña. Como aquel que tuviste esa mañana que fuiste por mí a la Facultad. Te encontré sentada en las jardineras, mordiendo una paleta de limón. Mis consejos sobre la salud se esfumaron cuando dijiste, displicente: “Se me antojó”. Tu cabello estaba húmedo, como aquella tarde de lluvia que recorrimos el desierto zócalo. Un paseo semejante al de un carrusel: dar vueltas para sentir el ligero vértigo del movimiento sin moverse del eje y provocar un aturdimiento parecido a la embriaguez. Aunado a la perturbadora visión de las gotas de agua suspendidas en las sortijas de tu pelo. La playera adherida a tus menudos pechos. Me preguntabas de mi pasado. No sé cómo llegamos al tema de las investigadoras que trabajaban conmigo en el seminario. Te comenté que fui la última en darme cuenta de que la mayoría era lesbiana.

—¿Y qué pasó con ellas? —preguntaste—. ¿Llegaste a algo?

—¡No! ¿Cómo crees?

—¿Por qué?

—Porque no me gustaban.

—Y yo, ¿sí te gusto?

No me lo había preguntado. Cómo esperar interpelación tan desvergonzada. Tú, la chiquilla linda que había conocido en un concierto de música clásica. Ahora supongo que me estuviste observando, detrás de mí, y sólo te acercaste cuando ya se había apagado la luz, para fingir que no alcanzabas a llegar a tu lugar. Debiste haber notado que estuve vigilante, esperando a alguien que nunca llegó. Al final me comentaste que tu amigo tampoco había venido; por supuesto, me ofrecí a llevarte a tu casa. Te rehusaste porque dijiste que vivías muy cerca y preferías irte caminando.

Te miré. Ya me había detenido en tus ojos y en tus labios, como se mira a cualquiera mientras se conversa. Y, sin embargo, te vislumbré con asombro. Era tan obvia la respuesta, tan rápida y fácil, como si me hubieras preguntando si me agradaba el perfume de las rosas.

—Sí. Tú sí me gustas —contesté con seguridad.

Nos reímos con la coquetería de las mujeres que se miran al espejo y se gustan. Me refiero al sentido del gusto, pero también hablo de la alegría.

—Tú también me gustas. Me pareces una mujer muy guapa. Elegante.

Iba a agradecer el cumplido cuando me sondeaste en un tono de secreta provocación:

—Pero, entonces, ¿te atraen las mujeres? ¿Por qué dices que las investigadoras no te gustaban?

—¡Pues porque son muy feas! —mi respuesta te provocó una sonora carcajada, como si mi sola expresión de alarma y espanto las hubiera descrito puntualmente.

Seguíamos dando vueltas en la plaza del zócalo. Nos quedamos calladas y, de pronto, como si en ese momento lo hubieras razonado, planteaste:

—Bueno, pues ya está: las dos nos gustamos, y si ni tú ni yo hemos andado con una mujer… Te propongo que… —detuviste el paso; rehuiste la mirada; pensé que terminando de decir la frase, te echarías a correr—. Que vivamos la experiencia.

Bendita lluvia que atenuaba la llamarada de mis mejillas. Que daba razón y pretexto al entumecimiento de mis pezones. Así, sin haberlo buscado, estaba en el umbral de besar y abrazar a una mujer: duplicarme.

Empezaba a oscurecer cuando me anunciaste que tenías que tomar el tren, que habías quedado de recoger a una amiga en el andén.

Me fui caminando, tiritando de frío. Mirando al suelo para creer que seguías a mi lado, con tus sandalias rezumantes. Alcé mi rostro al cielo de profundo azul oscuro. El alba de la noche sitiaba a un par de gatas en acecho.

Llegué a casa y no hallé refugio en la lectura ni en el calor del ron. Ni en la armonía de los cuartetos de Brahms. Mis dedos, sin reposo, recorrían el borde del vaso: imaginada boca. Y bebía tu saliva en la acuosa dulzura del ron. En la penumbra del estudio, rodeada del canto de los libros, levanté mi mano y la dejé descansar en la curva de tu cintura. ¿Me dejarías tocarla? Era posible que estuvieras jugando, que me vieras muy vieja, que los quince años que te llevaba te divirtieran profundamente. Qué miedo de hacer el ridículo. Terminé la botella. Desde esa noche supe que amar a otra mujer era más enloquecedor que seducir a un hombre. En la aurora vi el destello de tu húmeda cabellera; las gotas lisonjeaban, como yo, tu nombre: Rocío.

Muy temprano llamaste por teléfono, como lo habías prometido. Tu voz era aterciopelada, como la que suelo destinar a mis amantes, cuando los acaricio con la mirada o las manos. No quise responderte en el mismo tenor. Yo era la mayor, tu mayor. No caería en artilugio tan sencillo. Las trampas yo las pondría: veinte años de aventuras amorosas me lo permitían. Quedamos de vernos por la tarde en un bar del sur de la ciudad.

Ya estabas ahí cuando llegué. Tarde, como siempre. Ahí supe que no bebías ni fumabas. A sugerencia mía pediste una conga. Apenas se retiró el mesero, te asesté una pregunta de grueso calibre:

—Y cuando te bese, ¿no te va a molestar que huela a cigarro? ¿A alcohol?

—No… Ya me han besado.

Y nos reímos. De la estrategia largamente planeada en la interminable madrugada, había dado el primer paso. Declararte mi propósito sin ambages. Así, iniciamos el cortejo, la lenta exhibición de las armas y los mutuos encantos. Me gustaba mirarte en la penumbra de los bares, para encontrar la repentina luminosidad de tus ojos, la desnudez de tus hombros. También hallé fascinante el interminable duelo de miradas. Un hombre no puede desplegar la silenciosa y perspicaz atracción de dos mujeres que se descubren sin perder el control; al contrario, la siguiente mirada será más provocativa y prometedora. Tan penetrante como si estuviera sola ante el espejo, reflejando su propia contemplación. Y si a lo anterior agrego que, con frecuencia, tu rostro quedaba cubierto por el manto de tu cabello… Por segundos sólo podía ver una fracción de la boca o la nariz. Súbitamente, cuando tu mano lo hacía a un lado, se descubría la lozanía de tu rostro… Sin dejar de escucharte ni de observar cómo tomabas los licores que fui sugiriéndote. Creo que nunca bebiste uno igual porque me encantaba que te llevaras a los labios bebidas de espléndidos colores para enriquecer tu paladar y mi imaginación. Tú bebías los brebajes y a mí me hechizaban. Haciendo a un lado las frases elaboradas, una noche dejé escapar un gastado piropo:

—¡Divina! Como para comerte a besos.

A lo largo de dos semanas abordamos la gama de posibilidades a las que nos enfrentaríamos para que el mundo no se diera cuenta de que éramos dos mujeres que buscaban un sitio para amarse. Te decía, por ejemplo:

—Con un hombre es fácil entrar a un hotel, pero ¿con una mujer?

—Pues fingimos que andamos de viaje —a todo tenías una respuesta ágil, sencilla—. Eso sí, no podemos abrazarnos ni besarnos en la calle.

Ninguna de las dos mencionó su propio espacio. No quise llevarte a mi estudio porque no quería que mis pertenencias cobraran vida a partir de tu presencia. Ése era el único sitio de la tierra que era mío; todo había sido elegido por mí, para deleite de mis sentidos. Cuando te fueras, lo intuía, lo aborrecería. Solamente si decidiéramos vivir juntas… Y aquí siempre me detuve. ¿Cómo iba a enfrentar mi vida, al mundo? ¿Yo, la catedrática universitaria viviendo con una mujer? ¿Y la maternidad? ¿Y los hombres? Eran muchas preguntas. Yo pensaba que tú no indagabas nada porque los jóvenes sólo viven el día de hoy. El futuro está muy lejos y sólo es preocupación de las personas mayores.

El torrente de preguntas sepultó las que debí haber hecho. En mi descargo, puedo decir que el alud de conocimientos anuló mi capacidad inquisitiva. Por ti supe, por ejemplo, del apetito que enardece la vagina sin ser tocada. No te lo comenté, no quise engrandecer tu vanidad, pero una de esas noches —para cenar e idear el acercamiento sexual—, cuando me levanté al tocador, mi cuerpo era una brasa. La orina bañó, distendió mis labios adoloridos, entumecidos, palpitantes. Fue entonces cuando me arrepentí de todas las veces que había provocado el apetito de los hombres sin cumplirles; por travesura, porque podía gobernarme, mientras ellos se iban agarrotados y sufrientes. Eso no era nada comparado con las noches en que despertaría por la fuerza del orgasmo después de soñar que volvía a tener tu cuerpo desnudo bajo el mío.

Como ya dije, te busco en todas las mujeres que se parecen a ti. Pero nunca fui al templo donde te adoré. Jamás volví al parque donde nos amamos. Disculpa lo ridículo que puede ser traer a colación el verbo amar, pero no puedo referirme a ese acto de otro modo. Más estúpida es la frase hacer el amor. Pero eso hicimos. Yo lo hice. Y tú eras el amor hecho carne. En todo caso, achácales a los años mi cursilería.

Nos dirigíamos, lo sabes, a la librería más famosa de la ciudad. Veníamos del bar, y yo fumaba. No te extrañó que nos internáramos por el parque porque varias veces me acompañaste a que terminara de consumir el cigarro antes de entrar a los establecimientos. El jardín estaba en penumbras. Noche de primavera, intensa luz oscura. Te tomé de la cintura. Tu intento de soltarte me recordó al animal acuático que, resbaladizo, se aleja de la mano que intentó asirlo. Conseguí atraparte.

—¿No que no se podía? —giré tu cuerpo y tomé tu cintura con ambas manos.

Su brevedad me dio el tono en que debía ejecutar la melodía. Tu cuerpo no podía tocarse de otra manera sino con la suavidad y la cadencia de la flauta dulce. Miré la sorpresa en tus ojos; bajé los míos a tu boca. Nos besamos. Mis labios mordiendo un pétalo. No es afectada la metáfora. Toda la vida acariciando barbas y bigotes y mentón de varones… Y permíteme otra licencia: la claridad de tu mejilla con la flor del naranjo.

¿Cómo te explico que besar a una mujer es ser la otra? Un acto de prodigioso egoísmo. Dos mujeres tocándose son diosas; no por la perfección y la armonía, sino por la súbita omnipotencia que adquieren. Me percaté, en relampagueante sabiduría, de cómo, dónde, cuándo y cuánto acariciar. Mientras te besaba, deslicé mi mano bajo tu blusa. Sabía que no traías sostén; la plástica solidez de tu pecho no lo necesitaba. Mis manos eran el cuenco perfecto para contener esa energía que exige ser bebida, lamida. Recorrí tu espalda sin dejar de atender tus pezones, que salían al encuentro de mi lengua. Mis dientes mordiendo una textura de atenta rugosidad. Tu respiración empezó a perder el ritmo, y eso me fortaleció para halagar el cuello, las orejas. Cada territorio complacido se convertía en delirante despliegue de terciopelos y rasos y sedas. Eso sentía, pero en realidad estaba en la orilla del mar. Mis pies pisaban la arena y mi cuerpo tenía la temperatura del aire caliente, la brisa y el rumor del océano en mis oídos. Tus jadeos casi me obligaron a detenerme para escucharlos con atención. Acostumbrada al vigor, a la pasión masculina, me desconcertó el sonido, las resonancias que dejabas escapar. Te miré y tenías la cabeza echada hacia atrás. Tu cabello: caudal de olas. Te murmuré que subiéramos a la cima de piedra que estaba a un lado de nosotras. Era una pequeña pirámide; las escalinatas estaban construidas en forma de caracol, desgastadas; ascendimos, apoyándonos en piedras salientes y raíces. En la cúspide había un fragmento de césped seco. Ideal para sacrificar doncellas. ¿O quién tuvo la amabilidad de crear una isla que alejara a las parejas de cualquier mirada intrusa?

Por fortuna, traía una gabardina. La tendí y me acosté a tu lado. La falda era camino abierto a tus piernas. Para mi desgracia, estaba menstruando. Traía pantiblusa y pantimedias. Además, pantalón.

—Peor que cinturón de castidad —dijiste, con gracioso mohín, cuando intentaste introducir tu mano.

—Olvídalo —y la retiré.

Hice a un lado tu bikini, ya húmedo. Mis dedos se deslizaron por la viscosidad derramada a lo largo de los labios mayores. Fluyeron libremente por la absoluta depilación: núbil frescura de abril. Esa sola caricia era tan tierna, suave, que habría sollozado, como lloro de emoción ante la belleza. Me contuve porque temí espantarte, que confundieras la razón de mis lágrimas. Además, cómo perder el tiempo hablando, cuando tenía la oportunidad de regresar a la sal y rumor del mar. Para platicar en esos lances, estaban los varones; para atenuar su empeñosa sed de posesión inmediata.

Deslicé mi mano a tus nalgas mientras pensaba si te desabotonaba la blusa o si bastaría con levantarla. La rotunda curva de tu cadera me hizo olvidar mi indecisión. Mi mano diseñaba una sola línea de tu espalda a tu pierna. Nada detenía el trazo firme y decidido con el que te habían dibujado. No recuerdo haberte quitado la blusa. La falda sólo tenía un botón que, soltándolo, la abría. Mis labios recorrieron la orografía de tus pechos. Tocar y besar la turgencia era alcanzar la cima del placer primero: beber de la madre e inundarse de los olores que pacifican el ansia.

Ya sabía que cada vez que se regresa a los labios amados, a respirar su aliento, esa cercanía devuelve el sosiego que la distancia y el tiempo arrebata a los amantes. Conocía, te digo, del poder de esos elíxires, pero nacían del prolongado intercambio de la gracia y los efluvios, si la relación duraba lo suficiente para que surgiera esa adicción a los aromas y sabores del otro. Pero con besar tu boca hubiera bastado para hacerme tu esclava y obligarme a lamer la lluvia del suelo. Debiste prevenirme, detenerme, para que no acariciara los pliegues de tus labios vaginales.

Por ti sé que el Paraíso y Eva y la manzana y la serpiente es la historia de alguien que pretende describir el disfrute de succionar y lamer, olfatear y rozar la vagina de una mujer como tú: frutal, floreciente. Aclaro que el delirio no me nació del entorno de los árboles del parque ni del bálsamo de las gardenias sino del prodigio de tu cuerpo desnudo. Dicen que Adán y Eva, la primera pareja, comieron el fruto prohibido. Pero tu vagina me confirmó que sólo tú lo habías comido: a manzana sabías. A su jugo, a su carnosidad y piel.

Abrí tus piernas y me coloqué en medio. Lamenté que la indecisa luz amarillenta del farol me impidiera ver con claridad la gama de negros y fucsias que pintaban la gruta vaginal. El aroma salino me invitó a besar y lamer la entrada. Te apoyaste sobre las plantas de tus pies y levantaste la cadera para que tu vulva sellara mi boca. Mi lengua es la serpiente del relato bíblico. Enroscada, asomando cautelosamente la cabeza. Se va deslizando, lenta e imperceptible. Mi humedad fundiéndose con la tuya. Los fluidos lubricantes se adelgazan. Lengua que juega a ser lengua de sierpe: la enseña y la retrae y la mueve a los lados, despacio, resbalándose en la paredes y canales que van haciéndose a un lado para dejar abierta la caverna palpitante, que exige fuerza y rapidez y energía de víbora. Sé que estás pidiendo que mi lengua sea fulminante y viperina. Obedezco y mi lengua talla de arriba abajo la entrada, como si pretendiera ahondarla. En pago, recibo una pequeña emisión salina. Siento el primer estremecimiento, sutil. Tus labios se funden en uno solo. Cierras las piernas.

Me acuesto a tu lado y las vuelvo a abrir. Me miras extrañada. Te quiero besar pero me dices que no. Me sorprende tu negativa y me dices un poco apenada que no te gusta tu olor. No es el momento de explicarte las bondades paradisiacas de tus fragancias. “Es muy joven”, pienso. Tengo la impresión de que ya no deseas que siga porque creíste haber terminado, que un ligero espasmo es todo lo que había que alcanzar, al menos en esas circunstancias. Pero yo sabía que la erupción de las aguas profundas estaba por emerger.

La serpiente deja de enseñar la lengua y ahora mis dedos son la culebra misma: extensa y firme y enérgica. Mis dedos cruzan un río de agua mansa, de riachuelo que bordea las cascadas. Víbora que nada en diáfanas aguas. Húmeda, recorre la vereda hinchada de tus labios. Atisba en la cueva que guarda al clítoris. El dedo meñique: la punta de la cola que se inserta en el ano. Los dedos medio, anular y el índice: su grueso, ágil y reptante cuerpo. El pulgar: su cabeza, que talla el clítoris, con la premura con la que hubiera saltado sobre su presa. El reptil clava la punta de su cola, a la vez que su grueso cuerpo penetra una y otra vez la cavidad vaginal. Mientras, el pulgar, cabeza plana y ancha, acaricia el clítoris, con la deliciosa locura de una cobra que busca escapar. Y no puede porque el cuerpo es succionado por esa gruta resbalosa, jugosa y devoradora. La cola está atrapada, apretada en el delicado y jadeante ano. En ese clítoris que se endurece y exige la urgencia de la precipitación. Por eso, la serpiente decide concentrar su energía en el cuerpo; los tres dedos giran en el interior para que el ano sea abandonado a la par que el clítoris. Me muerdes los labios, tú, que no querías olerte. Debo haberte mordido también. Duelo de víboras. Un tenue olor a hierba mojada emana de tus axilas. Tu pecho se cubre de una pátina de sudor. Por supuesto, nunca cesa el rumor del mar embravecido. Furioso. Tu orgasmo llega en torrentes de varias precipitaciones. Cascada que va naciendo de abajo hacia arriba. El agua de tu eyaculación la extiendo por tus nalgas y cintura. Me recuesto y te abrazo.

Mi gabardina está mojada. Tu cara está cubierta por el cabello. Lo hago a un lado y beso tu frente húmeda, caliente. Miro tus mejillas arreboladas y el guinda de tus labios. Eres una niña que ha corrido demasiado y, sudorosa, viene a refugiarse a mi pecho. Por eso te abracé con infinita dulzura. Abriste los ojos. Te sonreí. Me miraste extrañada. Desviaste la mirada. Casi pude jurar que no esperabas verme. O no te gustó mi rostro transformado por la pasión.

—Perdón —murmuraste. Pensé que te apenaba la mancha de la gabardina. Pero el sexto sentido me hizo preguntar, con el temor de la piedra al vacío:

—¿De qué?

Te quedaste callada.

—Perdóname —y tu voz se quebró en un sollozo.

Te empezaste a vestir. Tuve el impulso de besarte, ayudarte.

—No entiendo. ¿Qué pasó?

Te levantaste. Con la mirada te pregunté qué había hecho mal. En silencio y con los ojos, me respondiste que nada. Y empezaste a descender.

—Mañana te hablo —dijiste.

Te dejé ir: muchas veces me alejé porque sí de los hombres que acababan de amarme. O porque un tumulto de razones me obligaban a alejarme de ellos.

Pero ya no llamaste ni esa mañana ni nunca más. Fue entonces cuando me di cuenta de que no sabía nada de ti, de que carecía de tu dirección, del número de teléfono. Esos son los datos primeros que anoto de un hombre que me interesa. No pensé que te fueras así, que tú sola te expulsaras. Y yo, que había comido del árbol del conocimiento, me quedaba sola y exiliada.

Meses después, estando en mi cubículo, escuchando la cháchara de las compañeras del departamento que platicaban en el pasillo mientras tomaban el café, como todas las mañanas, supe que vivías con una mujer y que desde hacía dos años tenían una relación de pareja. Y habían salido del país a estudiar un posgrado. Te mentiría si dijera que no quise saber más. En realidad dejé de escuchar. Así me sucede cuando el pasado ensordece la novedad del presente.

Te escribo esta carta como una más de las tantas que te he escrito a lo largo de diez años, la cual también destruiré. Yo no sé para qué redactar una historia que nadie leerá, pero será la última vez, lo juro, que rememore nuestra historia. La siguiente epístola estará armada de retazos biliosos. Por ahora, no quiero pensar en términos de dolor ni de las historias manidas de las que hablamos cuando nos mienten y abandonan.

El tiempo pasó y, sin darme cuenta, empecé a buscarte en todas las mujeres… Hoy, en la terraza del museo, pletórica de invitados extranjeros, una carcajada se impuso por encima de las demás. Tu risa diáfana que me llevaba a evocar el agua que despide la bruñida jarra de plata. Me acerqué, con el alma desbocada, a todos los grupos. No estabas. Y luego escuché un acento. Me acerqué a la salida, de allá venía la voz, pero no te vi. Me llamaste por mi nombre. Miré al fondo del balcón. En un segundo supe que la mujer, a dos pasos, de pelo rizado y entrecano eras tú. Pero con cuarenta kilos de más. Mi niña deformada. Su cintura, un tonel. Levanté la mano, como si me despidiera de alguien que estaba detrás de ti. Bajé la escalinata corriendo. Sabía que aunque salieras detrás de mí, no me alcanzarías. Llovía. Noche desalbada…


Josefina Estrada (ciudad de México, 1957) es narradora, periodista, profesora y editora. Ha publicado: Desde que Dios amanece, Virgen de medianoche, Joaquín Pardavé. El hombre del espectáculo y Ricardo Garibay. Antología, entre otros títulos.



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