jueves, 3 de julio de 2014

HONGOS

03 de Julio 2014

Por Etgar Keret

El sujeto delgado cayó sobre el piso de la cafetería. El estómago le dolía más de lo que creyó que le podría doler. 

Una serie de espasmos involuntarios estremecieron todo su cuerpo. “Seguramente así se siente cuando uno se va a morir”, pensó, “pero este no puede ser el final. Soy demasiado joven aún y es ridículo morir así, con shorts y crocs, sobre el piso de una cafetería que alguna vez fue trendy y que lleva años sin pegarla”. El sujeto abrió su boca para pedir auxilio pero no tenía suficiente aire en los pulmones como para lanzar un grito. Este relato no es sobre él.



La mesera que se acercó al sujeto delgado se llamaba Galia. Nunca quiso ser mesera. Siempre había soñado con trabajar con niños pequeños. Pero el trabajo con niños no deja y el trabajo como mesera sí. No mucho, pero suficiente como para cubrir la renta del departamento y todo lo demás. Este año empezó a estudiar educación especial en Beit-Berl. Los días que tiene clases, trabaja en el turno de la noche. Por las noches ni un perro se acerca a la cafetería y gana menos de la mitad en propinas, pero los estudios son importantes para ella. “¿Está usted bien?”, le preguntó al sujeto que estaba tirado sobre el piso. Sabía que no lo estaba, pero de todos modos, por la pena, se lo preguntó. Esta historia tampoco es sobre ella.

“Me estoy muriendo”, le dijo el sujeto “me estoy muriendo, llama a una ambulancia”. “No vale la pena”, gritó un tipo moreno y pelón que estaba sentado en el bar leyendo TheMarker, “a la ambulancia le tomaría como una hora llegar. Les recortaron el presupuesto al tope. Ahora trabajan toda la semana con el mismo horario que los sábados”. Mientras el pelón le decía esto, ya había cargado al delgado sobre su espalda y agregó “lo llevaré yo mismo, mi coche está afuera”. Lo hacía porque era un buen hombre, porque era un buen hombre y quería que la mesera lo notara. Para los cinco meses que habían pasado desde que se había divorciado, esta oración y media eran lo más cercano a una charla íntima que llegó a tener con una chica guapa. Este relato tampoco es sobre él.

Todo el camino al hospital hubo mucho tráfico. El delgado, que venía recostado en la parte trasera, gemía con una voz casi inaudible y babeaba sobre las vestiduras del nuevo Alfa deportivo del moreno pelón. Cuando se divorció, sus amigos le dijeron que debía cambiar su Mitsubishi familiar por otra cosa, un auto para solteros. Las chicas te conocen por el auto que manejas. Un Mitsubishi dice: divorciado deshecho busca arpía que reemplace a la perra anterior. En cambio un Alfa deportivo dice: hombre arrebatador, joven de corazón, busca aventura. También ese flaco contorsionándose en el asiento de atrás era una especie de aventura. El pelón pensó: “Ahora soy una ambulancia. No tengo sirena pero puedo pitarles a los coches para que abran paso. Atravesar los altos como en las películas”. Mientras pensaba esto, apretó el acelerador hasta el fondo. Mientras pensaba todo esto, se le metió por un lado una camioneta Renault blanca. El conductor era un religioso. No llevaba puesto el cinturón. El golpe lo mató al instante. Este relato tampoco es sobre él.

¿Quién fue el culpable del choque? ¿El moreno pelón que aceleró e ignoró las señales? En realidad, no. ¿Acaso el de la camioneta que manejaba sin el cinturón puesto y que rebasó también el límite de velocidad permitida? Tampoco. Este accidente tiene un solo culpable. ¿Por qué inventé todos estos personajes? ¿Por qué maté a un señor que usaba kipá2 y que no me hizo nada? ¿Por qué le causé dolor a un sujeto delgado que ni siquiera existe? ¿Por qué deshice el cuadro familiar de un hombre moreno y calvo? Eso de inventar algo aún no te libera de responsabilidades, y al revés que en la vida en donde puedes alzarte de hombros y mirar al cielo, aquí no hay pretextos. En un relato tú eres el cielo. Si tu héroe fracasa, es sólo porque lo hiciste fracasar. Si algo malo le ocurre, es sólo porque quisiste que algo malo le ocurriera. Quisiste verlo revolcándose en su propia sangre.

Mi esposa entra en la habitación y me dice: “¿Estás escribiendo?”. Quiere preguntarme algo. Algo distinto. Lo veo en su cara, pero al mismo tiempo no me quiere molestar. No quiere, pero ya me molestó. Le digo que sí, pero que no importa. No me cuadra este cuento. No es ni siquiera un cuento. Es comezón. Un hongo bajo la uña. Ella mueve la cabeza como si entendiera de lo que hablo. Pero no. No quiere decir que ella no me quiera. Se puede querer sin entender.



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