viernes, 7 de marzo de 2014

UN HOMBRE DE ÉTICA CABAL



Juan Villoro solía contar que cuando los maestros preguntaban a los niños de su clase a qué hacían sus padres, unos respondían que que ingenieros, otros que arquitectos o contadores. Juan respondía sin ruborizarse: “Mi papá no hace mucho, se la pasa pensando todo el día”.

Y sí. Pensando se pasó la vida Luis Villoro, quien murió el pasado miércoles por la tarde en la Ciudad de México, a los 91 años, después de haber dejado constancia de una vida productiva en el campo de la filosofía, de la historia y de la política.

Casi al mismo tiempo en que se dio a conocer la desafortunada noticia, se fue la luz en el Instituto de Investigaciones Filosóficas de la Universidad Nacional Autónoma de México, casa de estudios que le dio su máximo premio en 1989. Pedro Stepanenko, director del instituto (del que Villoro fue investigador emérito), habló, entre las sombras, sobre la desafortunada noticia: “Ha muerto un monumento de la filosofía mexicana”.

Recordó su honestidad a la hora de abordar los problemas del pensamiento y la gran responsabilidad de un pensador que llevó a los indígenas a la gran discusión nacional. “Hay que decirlo como es: Fue un zapatista. Se comprometió con la lucha cuando ésta se lo propuso”, agregaba Stepanenko mientras a su voz le iba ganando la nostalgia.

La obligación de buscar reacciones. Esas llamadas dolorosas que anuncian el terciopelo negro. Enrique Florescano, una de las máximas voces del conocimiento mexicano, devuelve la llamada con una voz ocre, seca. “¿Qué quiere que le diga? Ya se imaginará cómo me siento”. ¿Cómo, doctor? “Estoy muy adolorido, muy perturbado”.

Florescano, quien conoció a Villoro en 1963, dicta puntualmente las palabras postreras para el amigo y compañero de grandes aportaciones a la cultura mexicana, los trabajos y los días de cuatro décadas llenas de publicaciones, colecciones y mesas de discusión.

“Luis fue un gran maestro, un profesor extraordinario. En todas las veces que trabajé con él, me dejó ver al filósofo, al pensador crítico y comprometido con su universidad, con su sociedad y con su país. Fue un intelectual cabal, en el sentido pleno de la palabra, recto y, de verdad, profundamente ético. Luis será un ser humano inolvidable, tuvo siempre un gran sentido de la fraternidad”.

Villoro publicó su primer libro en 1950. Lo llamó "Los grandes momentos del indigenismo en México".El tema lo marcaría por el resto de los días. Dos años antes había ini- ciado una brillante carrera como maestro de filosofía en la UNAM, en la que fundaría el Gupo Hiperión. Pero, como bien dice Florescano, su gran contribución a México estuvo fuera de las aulas universitarias, estuvo en la calle, pero sobre todo el campo, en las aldeas más olvidadas de México.

En los intensos años noventa del siglo pasado, abrazó con entusiasmo el movimiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional. Sigue siendo vigente su correspondencia con el Subcomandante Marcos, quien nunca ocultó su profunda admiración por el futuro miembro del Consejo Nacional para los Pueblos Indígenas.

Lorenzo Meyer ataja en medio de la consternación: “Uno de los valores fundamentales como historiador fue explicar cómo él consiguió hacerlo, los orígenes de la Revolución de Independencia y más tarde, del México institucional. Lo que más me gustó de él siempre fue que, viniendo de una clase alta, logró identificarse con el México más indígena, más pobre y más auténtico. Ese Villoro que procedía de las clases altas de San Luis Potosí se sumergió primero en los orígenes históricos para acercarse a tratar de vivir más de cerca la época del levantamiento zapatista”.

La dialéctica en Villoro nunca puso en peligro su propia versión de los hechos:

“Una consecuencia lógica de esa ética y de la comprensión del mundo indígena que desde sus primeros estudios realizó Luis Villoro, fue su notable participación en los Diálogos de San Andrés Larráinzar entre el EZLN y el gobierno federal, donde él se destacó como asesor. Nunca perdió la esperanza de reformar a los gobiernos y a la sociedad para tener un México justo y democrático”, cuenta, atinadamente, el historiador Echenique March.

Ernesto Priani, secretario académico de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, calificó al autor de "Creer, saber, conocer", como un profesor queridísimo, un constructor de la filosofía “y un hombre múltiple”.

Si un hombre es muchos hombres a lo largo de su vida, la cualidad de Villoro es que fue muchas veces la protesta repetida.

“En todos los momentos críticos de México -dice Florescano- Luis actuó siempre motivado por su gran responsabilidad moral. Fue un pensador que cumplió cabalmente con lo que su tiempo le exigió”.

Gilberto López y Rivas recuenta a bote pronto aquellos días de los Acuerdos de San Andrés: “Aportó mucho con su presencia. Se trata de un hombre profundamente modesto, dada su importancia en el pensamiento, en las letras. Perdemos a un gran revolucionario y a una persona enraizada en las batallas de nuestro pueblo”.

López y Rivas recuerda que llegó a los Diálogos de San Andrés sin sleeping, sólo con un pantalón y unos tenis puestos. Era un personaje que sabía hacer amistad con cualquier gente debido a su sencillez. Fue muy solidario con muchos de nosotros y con quienes son presionados para desistir en su lucha”.

Ya por la noche, durante el funeral, su hijo Juan contó a todos un detalle de aquel hombre que pensaba todo el día: “Gracias a mi padre conocí a muchos neuróticos, en parte él también lo fue, pero fue el ambiente, el caldo de cultivo en donde yo me crié. Él consideró que la filosofía era una forma de vida; se preparó mucho para la muerte, la filosofía surgió como una forma de vivir mejor, la filosofía es una preparación para la muerte.”

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