jueves, 13 de marzo de 2014

LA COLUMNA DE ALBERTO CHIMAL

ALBERTO CHIMAL

20 de Noviembre 2014


FALTA INVENTAR OTRAS HISTORIAS 

Estaré lejos de la red por algunas semanas. Aquí se verán los resultados del concurso de minificción y aparecerá (casi con seguridad) un cuento nuevo de la serie mensual, pero difícilmente podré responder mensajes. Dejaré dos entradas en esta bitácora. La primera es esta nota. Su tema es el de incontables otras que se escriben hoy desde México. No tiene pretensión alguna: es, como la mayoría, una toma de postura y una constancia de estos momentos.

* * *

Las noticias de la violencia, la corrupción y la descomposición social que padece el país nos han acompañado durante mucho tiempo, pero ahora es claramente visible una indignación, un descontento con esa situación que antes no parecía existir o estaba soterrado, enmudecido por el desánimo o por el cinismo.

Por supuesto, su detonador (al menos para centenares de miles de personas) fue la masacre de Iguala, Guerrero, del pasado 26 de septiembre, durante la que media docena de personas fue muerta en un ataque de la fuerza pública contra un grupo de estudiantesde una escuela rural para maestros, llegados a Iguala desde el pueblo de Ayotzinapa; luego del ataque inicial, 43 de ellos fueron “desaparecidos” por policías, en colusión con una banda de narcotraficantes a la que pertenecían, de manera escandalosa pero sin que nadie investigara el asunto por años, el alcalde local y su esposa, autores intelectuales del ataque. Se ha anunciado que los estudiantes están ya muertos: que fueron asesinados por tres sicarios, quienes también destruyeron sus cadáveres. Pero las movilizaciones populares y la crisis para el gobierno no han terminado con este anuncio, que ha sidocriticado como un intento cínico e inepto de poner fin a la investigación del crimen. Y lo que está debajo, por supuesto, es un gravísimo problema de corrupción en todos los niveles del Estado mexicano (y que alcanza incluso al presidente, Enrique Peña Nieto, involucrado en un caso recién descubierto de tráfico de influencias) y el hecho de que los 43 de Ayotzinapa son las víctimas más famosas de la violencia reciente, pero no son de ningún modo las primeras: decenas de miles de víctimas del crimen organizado y de la represión gubernamental –a veces una y otra se confunden, como en el caso de Iguala– siguen sin recibir justicia, y en muchos casos sin aparecer siquiera: durante la búsqueda de los 43 se han encontrado varias fosas clandestinas en Guerrero en las que, de acuerdo con los peritos, los cuerpos enterrados no son los de los estudiantes. Así que ahora no se sabe quiénes son todos esos otros muertos.

Se está convocando a un paro nacional, como continuación e intensificación de la protesta, para el 20 de noviembre. No sé qué tanto éxito tendrá esa convocatoria, es decir, si el descontento contra el gobierno mexicano a partir de los hechos presentes ha llegado a la mayoría de la población. Tampoco sé si a todas partes llega información veraz sobre el asunto, si se comparte en general la convicción de que es necesario protestar, ni si el gobierno –protestas o no de por medio– será capaz de reconocer su obligación de hacer justicia y dar marcha atrás a más de 80 años de corrupción institucionalizada, que actualmente se deja ver también en una creciente opacidad del Estado y en la escasez de opciones disponibles para la población para obligar a sus autoridades a rendir cuentas. Pero mientras estas noticias se difunden por el mundo, en México se incrementa el descontento y se ve la acción concertada, lúcida y valiente de miles de personas, en especial jóvenes.

Por otra parte, también empiezan a verse sucesos típicos de otros periodos similares al presente: las manifestaciones pacíficas empiezan a estar puntuadas por hechos violentos; el origen de éstos y su relación con las protestas no se aclara; la opinión pública sefragmenta y ciertos términos cruciales que se difunden por las noticias –paz, violencia, orden– se vuelven materia de discusiones enconadas. (El encono parece ser todavía mayor que en otras épocas: un reflejo de la enorme división social que se fomentó durante las elecciones presidenciales de 2006 y que no ha desaparecido ni siquiera después de casi diez años de violencia criminal y gubernamental crecientes.)

A la vez, los medios más ligados al Estado pretenden controlar el sentido de las palabras que mencioné: difundir ideas “a modo” respecto de lo que sucede. Pensé en esto al hallar, hace poco, esta frase del escritor Paolo Bacigalupi, escrita respecto de las reacciones irreflexivas de muchas personas ante las noticias sobre la epidemia de ébola en África y los casos de enfermos que llegan a otros países:

I think it’s possible to create toxic mythologies about how disaster plays out, and that people then mimic b/c it’s all they’ve seen.


(Creo que es posible crear mitologías tóxicas sobre cómo se da un desastre, y que luego la gente las imita porque son todo lo que conocen.)

Como caer al suelo, dice un comentarista, cuando se recibe un disparo. La gente hace eso porque lo ha visto hacer en una pantalla. Y en México tenemos mitos similares, relacionados con la acción política en momentos de crisis. Que aparecerán “provocadores” o “radicales” violentos. Que lograrán dividir a la población. Que los sectores de mayor edad o más conservadores terminarán aliados con el gobierno. Que serán imposibles más posturas que las dos en los extremos, inconciliables. Que ganarán el revanchismo y la rabia momentáneos. Que después de un tiempo, cuando pasen de moda los temas de la protesta, ésta cesará.

Una adición reciente a esas narraciones es la que ensalza las presuntas virtudes y atractivos de la vida del narcotraficante: se halla en la música y otros lugares de la cultura popular del país y se asocia con la glorificación del machismo general, de la alevosía del político, de la destrucción del otro como objetivo más justo y deseable que la comprensión y el diálogo, etcétera. Pero la más insidiosa y terrible de todas esas ideas recibidas proviene del final del movimiento estudiantil de 1968, todavía recordado con rabia o con dolor tras la masacre de Tlatelolco del 2 de octubre de aquel año: es la de que la protesta, si bien
crece por un tiempo tras el suceso que le sirve de detonador, se detiene cuando el Estado muestra su fuerza en un acto monstruoso de represión y a partir de entonces ya no puede recuperarse. Nunca se hace justicia, termina ese relato; sólo quedan más muertos que llorar y todo en el país sigue como de costumbre.

Hace falta, además de todo lo demás, que nos inventemos otras historias. La narración de la que deben apoderarse quienes desean justicia en México es esa: la de las consecuencias de la acción actual. Esa narración debe continuarse con la idea de llegar a conclusiones distintas de las que conocemos.

Dejo estas ideas como muchos otros han puesto las suyas en las últimas semanas.

Una bandera mexicana vista en un altar de muertos en la ciudad de México.
Una bandera mexicana vista en un altar de muertos en la ciudad de México


ALBERTO CHIMAL

26 de Octubre 2014


Cómo ir a otro mundo por medio de un elevador

Este mes, el cuento es un texto especial. Su introducción, más larga que de costumbre, se publicó en la revista Armas y Letras.

Hay ciertos textos, de los más interesantes que he hallado en la literatura reciente, que jamás se reunirán en libros, no son obra de escritores profesionales y, de hecho, están totalmente fuera del gremio y los “canales” que consideramos convencionalmente como “literarios”. Los llaman creepypastas: el nombre es una mutación del término copypasta, que en algún momento de las últimas décadas fue acuñado por los usuarios de la red para referirse a cualquier texto que se copiara y pegara (copy-paste) para su redifusión en línea. Los copypastas son el precursor más moderno de los memes y otras formas de información viral de las que saturan nuestras redes actuales…, y las creepypastas serían las historias virales de miedo: perturbadoras, inquietantes. Se les escribe en grandes cantidades en toda clase de foros de internet, y con el tiempo se les ha hecho pasar a toda clase de formatos híbridos y multimedia: hay videos, colecciones de fotos, series de narraciones ilustradas…

Luego de que dos adolescentes en Wisconsin intentaran asesinar a una tercera en mayo de 2014, presuntamente por creer deveras en la influencia demoniaca de un personaje decreepypasta, el foro especializado Creepypasta.wikia.com se sintió obligado a publicar una carta en la que se deslindaba del crimen y que declaraba: “Somos un foro de literatura y no un culto satánico”. Tienen razón: aunque jamás existirán para la crítica “seria”, y aunque van en la dirección opuesta a la tendencia contra la ficción en la literatura libresca, puede leérseles como mucho más que consumidores, fanáticos o repetidores de historias de un subgénero determinado. En un video de YouTube, DrossRotzank, un popular recopilador y traductor al español de creepypastas (tiene más de tres y medio millones de seguidores sólo en su canal), declara: “En una era en la que ya se hace muy poco terror de calidad en el cine, la literatura moderna llegó para salvar este género”. Esto no es poca cosa. ¿Qué otra especialidad o vertiente de la narrativa contemporánea querría presumir hoy una victoria del texto escrito sobre la imagen?

Entre otros sitios que muestran historias de horror transmitidas por internet, uno muy interesante es el blog Saya In Underworld (http://sayainunderworld.blogspot.com/). Su creadora, Saya Yomino, no revela nada de sí misma y se limita a publicar sus traducciones al inglés de leyendas urbanas, historias orales de horror y extrañas consejas japonesas. Leerlas en busca de pericia y perfección “literarias” no tiene sentido: su aliento es el de las historias ancestrales de la tradición oral, y están hechas, evidentemente, no para tener una forma definitiva –analizable, replicable, comercializable– sino para mutar, constantemente, de una lengua o contexto a otros.

El siguiente texto, una muestra traducida de la enorme cantidad de creepypastas en el sitio de Saya Yomino, se publica con su autorización. En él, aunque se trata de una historia meramente escrita, sin respaldos de ningún otro tipo, hay todos los elementos de algo que es un género multidisciplinario, una práctica creativa imposible en cualquier otra época antes que ésta. Sus temas, como se verá, son los de la literatura de horror, pero transfigurados por las herramientas modernas y la tensión que vivimos todos los días entre la verdad y el simulacro, entre el ritual y la anomia.


CÓMO IR A OTRO MUNDO POR MEDIO DE UN ELEVADOR

[Traducción del japonés por Saya Yomino, y del inglés por A.C.]

Necesitarás: un edificio con al menos diez pisos y un elevador
Entra en el elevador (debes entrar solo)
Dentro del elevador, ve a estos pisos en este orden: 4º piso -> 2º piso -> 6º piso -> 2º piso -> 10º piso. (Si alguien más entra mientras lo estás haciendo, no podrás completar el ritual.)
Cuando llegues al 10º piso, aprieta el botón del 5º sin salir de la caja.
Cuando llegues al 5º piso una mujer joven entrará y se te unirá en el elevador. (NO LE HABLES.)
Después de que entre la mujer, aprieta el botón del 1º piso.
Después de apretar el botón del 1º piso, el elevador te llevará al 10º piso en vez de llevarte al 1º. (Si aprietas cualquier otro botón en este momento tampoco completarás el ritual, pero también es tu última oportunidad de echarte para atrás.)
Cuando el elevador haya pasado del 9º piso, puedes tomarlo como una señal de que el ritual está casi completo.

Sólo hay una forma de verificar si el ritual ha tenido éxito o no.

En el mundo al que llegues sólo debe haber una persona: tú.

No sé qué pasa cuando llegas allí.

Pero puedo decirte esto: la mujer que entra en el elevador en el 5º piso no es un ser humano.

***

He aquí lo que un hombre experimentó al hacer el ritual:



¡Lo intenté!

La compañía en la que trabajo tiene un edificio de 10 pisos así que me convino.

Eran vacaciones y no había nadie.



Así que fui: 4->2->6.

En el 6º piso trabajo y pude ver mi oficina vacía desde el elevador.

Entonces fui: ->2->10. Nadie entraba. Después de todo eran vacaciones.



Entonces llegué al 5º piso, se abrió la puerta ¡y había alguien allí, de pie!

¡Y era una mujer!

Me asombré y hasta hice ruido al aspirar aire.

Pero era sólo mi colega, la señora Takemoto (seudónimo). Es una mujer de unos treinta.

Se rió de mi reacción.

“¿También está trabajando horas extra, señora Takemoto?”, dije y la dejé entrar.

Iba a apretar el botón del piso 1 pero pensé que se vería raro que una persona llegara al edificio a primera hora del día y se fuera inmediatamente, y de todos modos el ritual ya había terminado, así que me rendí y apreté el botón del piso 6.

(Ahora que lo pienso, debe haberse visto raro también que una persona bajara en el elevador y volviera a subir sin salirse. LOL)



Pero entonces la señora Takemoto apretó el botón del piso 10, lo que me hizo dar un salto.

Bueno, creo que ella trabaja en el piso 10.

Pensé que algo podría pasar aún si me aventuraba a subir al piso 10, pero si hubiera ido hasta allá con la señora Takemoto sin razón alguna ella me hubiera tomado sin duda por un tipo raro, asi que con mucha pena me salí en el sexto piso.



Mientras salía creí escuchar a alguien que hacía clic con la lengua tras de mí.

Di la vuelta pero la puerta del elevador ya se había cerrado y no estuve seguro de si la señora Takemoto habría hecho ese ruido.

Tal vez sólo lo imaginé.



Así que no me pasó nada, al final.

Pero me pregunto qué podía estar haciendo en el quinto piso, a esa hora del día, la señora Takemoto.


ALBERTO CHIMAL

21 de Octubre 2014

Del proceso creativo

En todos los cursos de novela que doy recomiendo un libro que no es novela y es obra de un autor que jamás escribió una novela: The Unstrung Harp (El arpa sin encordar, 1953), un breve relato ilustrado del artista estadounidense Edward Gorey. Hay una traducción disponible del mismo en la compilación Amphigorey, publicada en español por Valdemar, pero si no tienen demasiados problemas con el inglés no es difìcil disfrutar a Gorey en su idioma original. Es una pequeña obra maestra además de un texto paradójico (Gorey debutó como ¿narrador gráfico?, ¿historietista? con The Unstrung Harp) y cuenta el proceso creativo del novelista con una potencia y una exactitud extraordinarias (y también, agrego, con mucho humor).

Su protagonista, que lleva el nombre improbable de Clavius Frederick Earbrass, es un novelista de carrera: cada cierto tiempo se embarca en la escritura de un nuevo proyecto, que siempre está dentro del mismo subgénero: dramas familiares en entornos de clase alta, al modo de los que aparecen (con diversos enfoques y tonos) en la obra de autores desde P. G. Wodehouse hasta Ford Maddox Ford. A lo largo de la historia de Gorey, éste se ríe de varios de los clichés del trabajo novelesco, incluyendo los rituales preparatorios para poder escribir; también muestra lo necesario de la concentración en la escritura de largo aliento (y los efectos extraños que puede producir), el caos que puede tener lugar cuando se acumulan las revisiones y modificaciones del proyecto de apariencia más sencilla, y, muy importante, el contraste que quien escribe acaba por percibir (por experimentar) entre su propia vida y la “vida” de sus personajes. Los detalles de la vida cotidiana de Earbrass son apenas menos triviales y sosos que los de su vida en el medio literario; por el contrario, la absorción en su novela produce, en un momento mágico evidente, la aparición literal de uno de sus personajes, y en otro más sutil y prolongado la llegada de una sensación de irrealidad que se cuela a sus días y lo nulifica: lo afantasma. Ese momento culminante de vacío tras la creación es mágico y cierto a la vez: perfectamente claro y pese a todo ambiguo, como tantos finales de grandes novelas.


(Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, el Sr. Earbrass descubrió que tenía toda la intención de pasar algunas semanas en el Continente. En un trance de eficiencia, que no hubiera sorprendido a nadie más de lo que lo sorprendía a él mismo, hizo los preparativos complicados y enloquecedores para su partida en casi nada de tiempo. Ahora, al amanecer, está de pie, entumecido por el frío y la duda, mirando la superficie agitada del Canal de la Mancha. Supone que tendrá terribles malestares por horas y horas, pero no importa. Aunque es una persona a quien las cosas no le suceden, tal vez le puedan suceder cuando esté del otro lado.)

Hay algo de vampírico en la novela, porque se alimenta de su creador. Y porque el creador es una víctima dispuesta de esa criatura que (para modificar la frase hecha) no puede cobrar vida si no es gracias a él.

(Dos textos más sobre Gorey se pueden leer aquí y aquí.)


ALBERTO CHIMAL

15 de Septiembre 2014

El tapiz amarillo

Este mes, una pequeña obra maestra: un cuento de Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), narradora y activista estadounidense, pionera del feminismo en su país. Publicado inicialmente en 1892 en The New England Magazine, “The Yellow Wallpaper” es parcialmente autobiográfico, pues las experiencias de su protagonista se derivan en parte de una depresión postparto sufrida por la autora. En cualquier caso, el tratamiento que da Perkins Gilman al aislamiento de su personaje, y a su deterioro a todo lo largo del texto, logra ser una mirada muy crítica de la condición de muchas mujeres de su tiempo, y de éste, así como una estupenda historia de horror, a la vez contenida y terrible. La presente traducción es de Jofre Homedes Beutnagel y apareció en una antología de relatosEntre horas (Lumen, 2001).

EL TAPIZ AMARILLO


Charlotte Perkins Gilman

No es nada habitual que gente corriente como John y yo alquile casas solariegas para el verano.
Una mansión colonial, una heredad… Diría que una casa encantada, y llegaría a la cúspide de la felicidad romántica. ¡Pero eso sería pedir demasiado al destino!
De todos modos, diré con orgullo que hay algo extraño en ella.
Si no, ¿por qué iba ser tan barato el alquiler? ¿Y por qué iba a llevar tanto tiempo desocupada?
John se ríe de mí, claro, pero es lo que se espera del matrimonio.
John es sumamente práctico. No tiene paciencia con la fe, la superstición le produce un horror intenso, y se burla abiertamente en cuanto oye hablar de cualquier cosa que no se pueda tocar, ver y reducir a cifras.
John es médico, y es posible (claro que no se lo diría a nadie, pero esto lo escribo sólo para mí, y con gran alivio por mi parte), es posible, digo, que ése sea el motivo de que no me cure más deprisa.
¡Es que no se cree que esté enferma!
¿Y qué se le va a hacer?
Si un médico de prestigio, que además es tu marido, asegura a los amigos y a los parientes que lo que le pasa a su mujer no es nada grave, sólo una depresión nerviosa transitoria (una ligera propensión a la histeria), ¿qué se le va a hacer?
Mi hermano, que también es un médico de prestigio, dice lo mismo.
O sea, que tomo no sé si fosfatos o fosfitos, y tónicos, y viajo, y respiro aire fresco, y hago ejer-cicio, y tengo terminantemente prohibido «trabajar» hasta que vuelva a encontrarme bien.
Personalmente disiento de sus ideas.
Personalmente creo que un trabajo agradable, interesante y variado, me sentaría bien.
Pero ¿qué se le va a hacer?
Durante una temporada sí que escribí, a pesar de lo que dijeran; pero es verdad que me agota bastante. Tener que llevarlo con tanto disimulo, a riesgo de topar con una oposición firme…
A veces me parece que en mi estado, con algo menos de oposición y más trato con la gente, más estímulos… Pero John dice que lo peor que puedo hacer es pensar en mi estado, y confieso que hacerlo me produce siempre malestar.
Así que cambiaré de tema y hablaré de la casa.
¡Qué maravilla de finca! Es bastante solitaria, apartada de la carretera, a sus buenos cinco kilómetros del pueblo. Me recuerda esas casas inglesas que salen en los libros, porque tiene setos, muros y verjas que se cierran con candado, y muchas casitas desperdigadas para los jardineros y la gente.
¡Además tiene un jardín que es una preciosidad! No lo he visto igual en mi vida: grande, con mucha sombra, cruzado por caminitos con boj en los bordes, y en todas partes hay pérgolas largas, con parras y asientos debajo.
También había invernaderos, pero están todos rotos.
Tengo entendido que hubo problemas legales, una cuestión de herederos y coherederos; el caso es que lleva años vacía.
Me temo que eso da al traste con lo del fantasma, pero me da igual: en esta casa hay algo raro. Lo noto.
Hasta se lo dije a John una noche de luna, pero me contestó que lo que notaba era corriente de aire, y cerró la ventana. ¡Corriente de aire!
A veces me enfado con John sin motivo. Estoy más sensible que antes, eso seguro. Yo creo que es por mi problema de nervios.
Pero John dice que si pienso eso me olvidaré de controlarme como es debido; así que hago esfuerzos por controlarme, al menos en su presencia, cosa que me cansa mucho.
No me gusta nada el dormitorio. Yo quería uno de la planta baja que daba a la galería, con rosas enmarcando la ventana y unas colgaduras de chintz anticuadas que eran una preciosidad; pero John se negó en redondo.
Dijo que sólo había una ventana, que el espacio no daba para dos camas y que tampoco había ningún otro dormitorio cerca para que se instalara él.
Es muy atento, muy cariñoso, y casi no me deja dar un paso sin intervenir.
Me ha preparado un horario con indicaciones para cada hora del día. John se ocupa de todo, y claro, yo me siento una mezquina y una desagradecida por no valorarlo más.
Dijo que si habíamos venido a esta casa era exclusivamente por mí, que aquí tendría reposo absoluto y todo el aire que se puede respirar. «El ejercicio que hagas depende de tu fuerza, cariño –dijo–, y lo que comas, en cierto modo, de tu apetito, pero el aire lo puedes absorber en todo momento.» En definitiva, que nos instalamos en el cuarto de los niños, el más alto de la casa.
Es una habitación grande y aireada, que ocupa casi toda la planta, con ventanas orientadas a todos los flancos, y aire y sol a raudales. Por lo que se ve empezó siendo cuarto de los niños, luego sala de juegos y al final gimnasio, porque en las ventanas hay barrotes para niños pequeños, y en las paredes anillas y otras cosas.
Es como si la pintura y el papel de pared estuvieran gastados por todo un colegio. Está arrancado (el papel) a trozos grandes alrededor del cabezal de mi cama, más o menos hasta donde llego con el brazo, y en una zona grande de la pared de enfrente, cerca del suelo. En mi vida he visto un papel más feo.
Uno de esos diseños vistosos y exagerados que cometen todos los pecados artísticos habidos y por haber.
Es lo bastante soso para confundir al ojo que lo sigue, lo bastante pronunciado para irritar constantemente e incitar a su examen, y cuando sigues un rato las líneas, pobres y confusas, de repente se suicidan: se tuercen en ángulos exagerados y se destruyen a sí mismas en contradicciones inconcebibles.
El color es repelente, casi repugnante: un amarillo chillón y sucio, desteñido de manera rara por la luz del sol, que se desplaza lentamente.
En algunas partes se convierte en un naranja paliducho y desagradable, y en otras coge un tono verdoso repelente.
¡No me extraña que no les gustara a los niños! Yo, si tuviera que vivir mucho tiempo en esta habitación, también lo odiaría.
Viene John. Tengo que esconder esto. Le irrita que escriba.
Llevamos dos semanas en la casa y desde el primer día no he vuelto a tener ganas de escribir.
Estoy sentada al lado de la ventana, en este cuarto de los niños que es una atrocidad, y nada me impide explayarme todo lo que quiera, como no sea la falta de fuerzas.
John se pasa el día fuera, y hasta hay noches en que tiene casos graves y se queda.
¡Me alegro de que no lo sea el mío!
Aunque estos problemas de nervios son lo más deprimente que hay.
John no sabe lo que sufro. Sabe que no hay «motivo» para sufrir, y con eso le basta.
Claro que sólo son nervios. ¡Me agobian tanto que dejo de hacer lo que tendría que hacer!
¡Yo que tenía tantas ganas de ayudar a John, de servirle de descanso y de consuelo, y aquí estoy, tan joven y convertida en una carga!
Nadie se creería el esfuerzo que representa lo poco que puedo hacer: vestirme, recibir visitas y hacer pedidos.
Suerte que Mary tiene tanta maña con el bebé. ¡Qué monada de criatura!
Pero no puedo, no puedo estar con él. ¡Me pongo tan nerviosa…!
Supongo que John no habrá estado nervioso en toda su vida. ¡Cómo se ríe de mí por el papel de pared!
Al principio quiso poner uno nuevo, pero luego dijo que estaba dejando que me obsesionara, y que para una enferma de los nervios no hay nada peor que ceder a esa clase de fantasías.
Dijo que una vez puesto un papel nuevo pasaría lo mismo con la cama, tan maciza, y luego con los barrotes de las ventanas, y luego con la reja que hay al final de la escalera, y que se convertiría en el cuento de nunca acabar.
–Tú sabes que este sitio te sienta bien –dijo–, y francamente, cariño, no pienso reformar la casa sólo para un alquiler de tres meses.
–Pues vamos abajo –dije yo–. Abajo hay dormitorios muy bonitos.
Entonces me tomó en brazos y me llamó tontita. Dijo que si se lo pedía yo bajaría al sótano, y hasta lo encalaría.
De todas maneras tiene razón con lo de las camas, las ventanas y el resto.
Es una habitación tan aireada y cómoda que más no se puede pedir. Lógicamente, no voy a ser tan tonta como para incomodar a John por un simple capricho.
La verdad es que me estoy encariñando con el dormitorio. Con todo menos con ese papel tan horrible.
Por una ventana se ve el jardín, las misteriosas pérgolas con su sombra impenetrable las flores de otra época, creciendo por todas partes, los arbustos los árboles nudosos…
Por otra tengo una vista encantadora de la bahía, y de un embarcadero pequeño, privado, que pertenece a la casa. Se baja por un caminito precioso, con mucha sombra. Siempre me imagino que veo gente caminando por todos esos caminos y pérgolas, pero John me ha avisado de que no alimente fantasías. Dice que con la imaginación que tengo, y con mi costumbre de inventarme cosas, una debilidad nerviosa como la mía sólo puede desembocar en toda clase de fantasías desbordantes, y que debería usar mi fuerza de voluntad y mi sentido común para controlar esa tendencia. Es lo que intento.
A veces pienso que si tuviera fuerzas para escribir un poco se aligeraría la presión de las ideas, y podría descansar.
Pero cada vez que lo intento me doy cuenta de que me canso mucho.
¡Desanima tanto que nadie me aconseje ni me haga compañía en mi trabajo! John dice que cuando me ponga bien del todo invitaremos varios días al primo Henry y a Julia; pero dice que en este momento preferiría ponerme petardos en el cojín que dejarme en una compañía tan estimulante.
Ojalá me curara más deprisa.
Pero no tengo que pensarlo. ¡Me da la impresión de que este papel «sabe» la mala influencia que tiene!
Hay una zona recurrente donde el dibujo se dobla como un cuello roto, y te miran dos ojos saltones puestos al revés.
Es tan impertinente, tan pertinaz, que me pone furiosa. Se repite hacia arriba, hacia abajo, de lado, y por todas partes aparecen esos ojos ridículos, mirándome sin pestañear. Hay un sitio donde no encajan bien dos rollos, y los ojos se repiten de arriba a abajo, uno más alto que el otro.
Nunca había visto tanta expresión en una cosa inanimada, ¡y ya se sabe lo expresivas que son! De niña me quedaba despierta en la cama, y sacaba más diversión y más miedo de una pared en blanco o de un mueble normal y corriente que la mayoría de los niños en una tienda de juguetes.
Aún me acuerdo de la simpatía con que me guiñaban el ojo los tiradores de nuestro escritorio antiguo, y había una silla a la que siempre tuve por una amiga fiel.
Me parecía que si alguna de las demás cosas tenía un aspecto demasiado amenazador siempre podía subirme a la silla y ponerme a salvo.
Lo peor que puede decirse del mobiliario de esta habitación es que le falta armonía, porque tuvimos que subirlo de la planta baja. Supongo que cuando servía de sala de juegos tuvieron que quitar todo lo de cuando eran pequeños los niños. ¡No me extraña! Nunca he visto unos destrozos como los que hicieron aquí los chavales.
Ya he dicho que el papel de pared está arrancado en varios sitios, y eso que estaba bien pegado. Además de odio debían de tener perseverancia.
El suelo, además, está cubierto de rayas, agujeros y trozos desprendidos. Hasta el yeso tiene algún que otro boquete, y esta cama tan grande y pesada, que es lo único que encontramos en la habitación, parece salida de una guerra.
Pero a mí me da igual. Sólo me molesta el papel.
Viene la hermana de John. ¡Qué atenta es, y qué bien me trata! Que no me encuentre escribiendo.
Es un ama de casa perfecta y entusiasta, y no aspira a ninguna otra profesión. ¡Estoy convencida de que para ella estoy enferma porque escribo!
Pero cuando no está puedo seguir escribiendo, y estas ventanas hacen que la vea de muy lejos.
Hay una que da a la carretera, una carretera muy bonita y con muchas curvas. Otra tiene vis-tas al campo. También es bonita, lleno de olmos frondosos, y de prados aterciopelados.
Este papel de pared tiene una especie de dibujo secundario en otro color; es de lo más irritante, porque sólo se ve cuando la luz entra de según qué manera y ni siquiera así queda nítido.
Pero en las partes donde no se ha descolorido y donde da el sol así… Veo una especie de figura extraña, provocadora, amorfa, algo que parece acechar por detrás de ese dibujo principal tan tonto y llamativo.
¡Ya sube la hermana!
¡Bueno, pues ya ha pasado el cuatro de julio! Se han marchado todos y estoy agotada. John pensó que me iría bien ver a gente, y por eso hemos tenido a mamá, a Nellie y a los niños durante una semana.
Yo no he hecho nada, claro. Ahora se ocupa Jennie de todo.
Pero igualmente me he cansado.
John dice que si no mejoro más deprisa me enviará en otoño a ver al doctor Weir Mitchell.
Yo no quiero ir por nada del mundo. Una vez fue a verlo una amiga y dice que es igual que John y que mi hermano, sólo que peor.
Además, un viaje tan largo son palabras mayores.
Tengo la sensación de que no vale la pena esforzarse por nada, y es horrible lo nerviosa y quejica que me estoy poniendo.
Lloro por nada, y me paso casi todo el día llorando.
Cuando está John no lloro, claro, ni con él ni con nadie, pero cuando estoy sola sí.
Y últimamente paso mucho tiempo sola. A menudo John se queda en la ciudad por casos gra-ves, y Jennie, que es buena, me deja sola siempre que se lo pido.
Entonces paseo un poco por el jardín o por aquel caminito tan simpático, o me siento en el porche debajo de las rosas, y paso bastante tiempo estirada aquí arriba.
Me está gustando mucho el dormitorio, a pesar del papel de pared. O puede que a causa de él…
¡Lo tengo tan metido en la cabeza!
Me quedo estirada en esta cama enorme e imposible de mover (yo creo que está clavada al suelo), y me paso horas siguiendo el dibujo. Va tan bien como hacer gimnasia, en serio. Por ejemplo: empiezo por la base, en aquella esquina donde no lo han arrancado, y me comprometo por enésima vez a seguir ese dibujo absurdo hasta llegar a algún tipo de conclusión.
Algo sé de los principios del diseño, y veo que este dibujo no sigue ninguna ley de radiación, alternancia, repetición, simetría o cualquier otro principio que conozca yo.
Se repite en cada rollo, lógicamente, pero en nada más.
Según cómo se mire, cada rollo es independiente, y las pomposas curvas y adornos (una especie de «románico degenerado» con delirium tremens) suben y bajan torpemente en columnas aisladas y fatuas.
En cambio, visto de otra manera se conectan en diagonal, y la proliferación de líneas crea grandes oleadas de horror óptico, como una vasta extensión de algas movidas por la corriente.
También funciona en sentido horizontal, o al menos lo parece. Me esfuerzo tanto en distinguir el orden que sigue en esa dirección que acabo cansada.
Pusieron un rollo en horizontal, a modo de friso. Parece mentira lo que ayuda eso a compli-carlo todavía más.
Hay una esquina de la habitación donde está casi intacto, y cuando ya no se cruzan los rayos de sol y le da directamente la luz del atardecer casi me parece que sí que hay radiación. Los interminables grotescos dan la impresión de originarse en un centro común, y de salir todos despedidos con el mismo enloquecimiento.
Me cansa seguirlo con la vista. Me parece que voy a echar una cabezadita.
No sé por qué escribo esto.
No quiero escribirlo.
No me siento capaz.
Además, sé que a John le parecería absurdo. ¡Pero de alguna manera tengo que decir lo que siento y lo que pienso! ¡Es un alivio tan grande…!
Aunque el esfuerzo está siendo más grande que el alivio.
Ahora me paso la mitad del tiempo con una pereza horrible, y me tiendo con mucha frecuencia.
John dice que no tengo que perder fuerzas. Me ha hecho tomar aceite de hígado de bacalao, tónicos a mansalva y no sé qué más; y no hablemos de la cerveza, el vino y la carne poco hecha.
¡Qué bueno es John! Me quiere mucho, y no le gusta nada que esté enferma. El otro día intenté hablar con él en serio y contarle las ganas que tengo de que me deje salir y hacer una visita al primo Henry y Julia.
Pero dijo que no estaba en condiciones de hacer el viaje, ni de resistirlo una vez ahí; y yo no me defendí demasiado bien, porque antes de acabar ya estaba llorando.
Me está costando mucho razonar. Supongo que será por los nervios.
Y el bueno de John me tomó en brazos, me llevó arriba, me puso en la cama y me leyó hasta que se me cansó la cabeza.
Dijo que yo era la niña de sus ojos, su consuelo, lo único que tenía en el mundo; que tengo que cuidarme por él, y ponerme bien.
Dice que de esto sólo puedo salir yo misma; que tengo que usar mi voluntad y mi autocontrol, y no dejarme vencer por fantasías tontas.
Una cosa me consuela: el bebé está bien de salud y contento, y no tiene que estar en este espantoso cuarto de los niños, con su horrendo papel de pared.
¡Si no lo hubiéramos usado nosotros habría sido para el pobre niño! ¡Qué suerte habérselo ahorrado! Ni muerta dejaría yo que un hijo mío, una cosita tan impresionable, viviera en una habitación así.
Es la primera vez que lo pienso, pero a fin de cuentas es una suerte que John me dejara aquí. Lo digo porque puedo soportarlo mucho mejor que un bebé.
Claro que ahora ya no se lo comento a nadie. ¡Tan tonta no soy! Pero sigo observándolo.
En ese papel hay cosas que sólo sé yo; cosas que no sabrá nadie más.
Cada día se destacan más las formas imprecisas que hay detrás del dibujo principal.
Siempre es la misma forma, sólo que muy repetida.
Y es como una mujer agachada, arrastrándose detrás del dibujo. No me gusta nada. Me pregunto si… Empiezo a pensar… ¡Ojalá que John se me llevase de aquí!
Es muy difícil hablar con John de mi caso, porque es tan listo, y me quiere tanto…
De todos modos anoche lo intenté.
Había luna. La luna entra por todos los lados, igual que el sol.
Hay veces en que odio verla; va subiendo muy poco a poco, y siempre entra por alguna de las ventanas.
John dormía, y como no me gusta despertarlo me quedé quieta y miré la luz de la luna sobre el papel de pared ondulante, hasta que me entró miedo.
Parecía que la figura borrosa de detrás sacudiera el dibujo, como si quisiera salir.
Me levanté sigilosamente y fui a tocar el papel, a ver si era verdad que se movía. Cuando volví, John estaba despierto.
–¿Qué te pasa, criatura? –dijo–. No te pasees así, que te resfriarás.
Me pareció buen momento para hablar. Le dije que aquí no mejoro nada, y que tenía ganas de que se me llevara a otra parte.
–¡Pero cariño! –contestó–. Nos quedan tres semanas de alquiler, y no se me ocurre ninguna manera de marcharnos antes.
»En casa aún no están hechas las reparaciones, y no puedo marcharme de la ciudad así como así. Si corrieras peligro lo haría, por supuesto, pero la cuestión es que estás mejor, amor mío, aunque tú no te des cuenta. Soy médico, cariño, y sé lo que me digo. Estás ganando peso y color, y tu apetito mejora. La verdad es que estoy mucho más tranquilo que antes.
–No peso ni un gramo más –dije–; al revés. ¡Y puede que mi apetito haya mejorado por las noches, cuando estás tú, pero por la mañana, cuando te vas, está peor!
–¡Pobre cielito mío! –dijo John, abrazándome con fuerza–. ¡Te dejo estar todo lo enferma que quieras! Pero a ver si ahora aprovechamos para dormir. Ya hablaremos mañana por la mañana.
–¿O sea, que no quieres marcharte? –pregunté con voz triste.
–¿Cómo quieres que me vaya, mi vida? Tres semanitas más y saldremos de viaje unos días, mientras Jennie acaba de preparar la casa. Estás mejor, cariño. Hazme caso.
–Físicamente puede que sí… –empecé a decir; pero me quedé a media frase, porque John se incorporó y me dirigió una mirada tan seria y cargada de reproche que no fui capaz de seguir hablando.
–Cariño –dijo–, te ruego por mi bien y el de nuestro hijo, además del tuyo, que no dejes que se te meta esa idea en la cabeza ni un segundo. Para un carácter como el tuyo no hay nada más peligroso. Ni más fascinante. Es una idea falsa, además de tonta. ¿No te fías de mi palabra de médico?
Yo, como es lógico, no dije nada más al respecto. Tardamos poco en acostarnos. John creyó que había sido la primera en dormirme, pero era mentira. Me quedé despierta varias horas, tratando de decidir si el dibujo principal y el de detrás se movían juntos o separados.
* * *

En un dibujo de esta clase, a la luz del sol, hay una falta de secuencia, un desafío a las leyes, que produce irritación constante en un cerebro normal.
El color de por sí ya es bastante repulsivo, bastante inestable y bastante exasperante, pero el dibujo es una tortura.
Te parece que lo tienes dominado, pero justo cuando lo sigues sin perderte da una voltereta hacia atrás y se acabó lo que se daba. Te pega un bofetón, te tira al suelo y te pisotea. Es como una pesadilla.
El dibujo principal es un arabesco recargado, que recuerda a un hongo. Hay que imaginarse una seta con articulaciones, una ristra interminable de setas, brotando en circunvoluciones que no se acaban nunca. Es algo así.
¡Pero sólo a veces!
Este papel tiene una peculiaridad muy marcada, algo que por lo visto sólo noto yo: que cambia con la luz.
Cuando entra el sol de lleno por la ventana del este (yo siempre vigilo la aparición del primer rayo), cambia tan deprisa que nunca acabo de creérmelo.
Por eso siempre lo observo.
A la luz de la luna (cuando hay luna entra luz toda la noche) no me parece el mismo papel.
¡De noche, sea cual sea la fuente de luz (el crepúsculo, una vela, la lámpara o la luz de la luna, que es la peor), se convierte en barrotes! Me refiero al dibujo principal, y la mujer de detrás se ve con absoluta claridad.
Tardé bastante en reconocer lo que se ve detrás, ese dibujo secundario tan impreciso, pero ahora estoy segura de que es una mujer.
A la luz del día está borrosa, inmóvil. Yo creo que no se mueve por el dibujo principal. ¡Es tan desconcertante…! Yo, mirándolo, me quedo horas sin moverme.
Últimamente paso mucho tiempo estirada. John dice que me conviene, y que tengo que dormir todo lo que pueda.
Lo cierto es que empecé por culpa suya, porque me obligaba a estirarme una hora después de cada comida.
Estoy convencida de que es mala costumbre, porque el caso es que no duermo.
Y eso fomenta el engaño, porque no le digo a nadie que estoy despierta. ¡Ni hablar!
El caso es que le estoy tomando un poco de miedo a John.
Hay veces en que lo veo muy raro, y hasta Jennie tiene una mirada inexplicable.
De vez en cuando, como mera hipótesis científica, pienso… ¡que quizá sea el papel!
En más de una ocasión he observado a John sin que se diera cuenta, uno de esos días en que entraba en el dormitorio sin avisar con cualquier excusa inocente, y lo he sorprendido varias veces mirando el papel. A Jennie también. Una vez sorprendí a Jennie tocándolo.
Ella no sabía que yo estuviera en la habitación, y cuando le pregunté con voz tranquila, muy tranquila, controlándome al máximo, qué hacía con el papel… ¡Dio media vuelta como si la hubieran sorprendido robando, y me miró con cara de enfadada! ¡Me preguntó que por qué la asustaba!
Luego dijo que el papel lo manchaba todo, que había encontrado manchas amarillas en toda mi ropa y en la de John, y que a ver si teníamos más cuidado.
Qué inocente, ¿verdad? ¡Pues yo sé que está estudiando el dibujo, y estoy decidida a ser la única que descubra la solución!
Mi vida se ha vuelto mucho más interesante. Es porque tengo algo más que esperar, que vigi-lar. La verdad es que como mejor y estoy más tranquila que antes.
¡Qué contento está John de que mejore! El otro día se rió un poco y dijo que se me veía más sana, a pesar del papel de pared
Yo, para no hablar del tema, me reí. No tenía la menor intención de decirle que la causa era justamente el papel de pared. Se habría burlado. Hasta puede que hubiera querido sacarme de esta casa.
Ahora no quiero irme hasta que haya descubierto la solución. Queda una semana, y creo que será suficiente.
¡Me encuentro cada vez mejor! De noche no duermo mucho, por lo interesante que es observar los acontecimientos; de día, en cambio, duermo bastante.
De día cansa y desconcierta.
Siempre hay nuevos brotes en el hongo, y nuevos matices de amarillo por todo el dibujo. Ni siquiera puedo llevar la cuenta, y eso que lo he intentado concienzudamente.
¡Qué amarillo más raro, el del papel! Me recuerda todo lo amarillo que he visto en mi vida; no cosas bonitas, como los ranúnculos, sino cosas amarillas podridas y maléficas.
Todavía hay otra cosa en el papel: ¡el olor! Lo noté en cuanto entramos en la habitación, pero con tanto aire y tanto sol no molestaba. Ahora llevamos una semana de niebla y lluvia y da igual que estén cerradas o abiertas las ventanas, porque el olor no se marcha.
Se infiltra por toda la casa.
Lo encuentro flotando por el comedor, agazapado en el salón, escondido en el vestíbulo, ace-chándome en la escalera.
Se me mete en el pelo.
Hasta cuando salgo a montar a caballo. De repente giró la cabeza y lo sorprendo: ¡ahí está el olor!
¡Y qué raro es! Me he pasado horas intentando analizarlo, para saber a qué olía.
Malo no es, al menos al principio. Es muy suave. Nunca había olido nada tan sutil y a la vez tan persistente.
Con esta humedad resulta asqueroso. De noche me despierto y lo descubro flotando sobre mí.
Al principio me molestaba. Llegué a pensar seriamente en quemar la casa, sólo para matar el olor.
Ahora, en cambio, me he acostumbrado. ¡Lo único que se me ocurre es que se parece al color del papel! Un olor amarillo.
Hay una marca muy rara en la pared, por la parte de abajo, cerca del zócalo: una raya que recorre toda la habitación. Pasa por detrás de todos los muebles menos de la cama. Es una mancha larga, recta y uniforme, como de haber frotado algo muchas veces.
Me gustaría saber cómo y quién la hizo, y para qué. Vueltas, vueltas y vueltas. Vueltas, vueltas y vueltas. ¡Me marea!
* * *

Por fin he hecho un verdadero hallazgo.
A fuerza de mirarlo cada noche, cuando cambia tanto, he acabado por descubrir la solución.
El dibujo principal se mueve, efectivamente, ¡y no me extraña! ¡Lo sacude la mujer de detrás!
A veces pienso que detrás hay varias mujeres: otras veces que sólo hay una, que se arrastra a toda velocidad y que el hecho de arrastrarse lo sacude todo.
En las partes muy iluminadas se queda quieta, mientras que en las más oscuras coge las barras y las sacude con fuerza.
Siempre quiere salir, pero ese dibujo no hay quien lo atraviese. ¡Es tan asfixiante! Yo creo que es la explicación de que tenga tantas cabezas.
Lo atraviesan, y luego el dibujo las estrangula, las deja boca abajo y les pone los ojos en blanco.
Si estuvieran tapadas las cabezas, o arrancadas, no sería ni la mitad de desagradable.

* * *

¡Me parece que la mujer sale de día!
Voy a decir por qué, pero que no se entere nadie: ¡la he visto!
¡La veo por todas mis ventanas!
Estoy segura de que es la misma mujer, porque siempre se arrastra, y hay pocas mujeres que se arrastren a la luz del día.
La veo por el camino largo que pasa debajo de los árboles. Se arrastra, y cuando pasa un coche de caballos se esconde debajo de las zarzamoras.
La entiendo perfectamente. ¡Debe de ser muy humillante que te sorprendan arrastrándote en pleno día!
Yo, cuando me arrastro de día, siempre cierro con llave. De noche no puedo, porque sé que John enseguida sospecharía algo.
Y últimamente está tan raro que prefiero no irritarlo. ¡Ojalá se cambiara de habitación!
Además, no quiero que a esa mujer la saque nadie de noche como no sea yo.
A menudo me pregunto si podría verla por todas las ventanas a la vez.
Pero por muy deprisa que dé vueltas, sólo consigo mirar por una.
¡Y aunque siempre la vea, cabe la posibilidad de que la velocidad con que anda a gatas sea mayor que la de mis vueltas!
Alguna vez la he visto lejos, en campo abierto, arrastrándose con la misma rapidez que la sombra de una nube en un día de viento.

* * *

¡Ojalá el dibujo principal pudiera separarse del de debajo! Me propongo intentarlo poco a poco.
¡He descubierto otra cosa extraña, pero esta vez no pienso decirla! No conviene fiarse demasiado de la gente.
Sólo quedan dos días para quitar el papel, y me parece que John empieza a notar algo. No me gusta cómo me mira.
Además, le he oído hacer a Jennie muchas preguntas profesionales sobre mí. El informe de Jennie era muy bueno.
Dice que de día duermo mucho.
¡John sabe que de noche no duermo demasiado bien, y eso que casi no me muevo!
También me hizo toda clase de preguntas a mí fingiéndose muy tierno y atento.
¡Como si no se le notara!
De todos modos no me extraña nada su comportamiento, después de tres meses durmiendo debajo de este papel.
Lo mío sólo es interés, pero estoy segura de que a John y a Jennie, en secreto, les afecta.

* * *

¡Hurra! Es el último día, pero no me hace falta ninguno más. John se queda a dormir en la ciudad, y no volverá hasta tarde.
Jennie quería dormir conmigo, la muy pilla, pero le he dicho que descansaría mucho mejor quedándome sola una noche.
¡Una respuesta muy astuta, porque la verdad es que no he estado sola en absoluto! En cuanto salió la luna y la pobre mujer empezó a arrastrarse y sacudir el dibujo, me levanté y corrí a ayudarla.
Yo estiraba, y ella sacudía; luego sacudía yo y estiraba ella, y antes del amanecer habíamos arrancado varios metros de papel.
Una franja como yo de alta, y de ancha como la mitad de la habitación.
¡Después, cuando ha salido el sol y el dibujo ha empezado a burlarse de mí, he jurado acabar con él hoy mismo!
Nos vamos mañana. Están trasladando todos mis muebles a la planta baja para dejarlo todo como al llegar.
Jennie ha mirado la pared con cara de sorpresa, pero le he dicho que ha sido pura rabia, por lo horrible que era el papel.
Se ha puesto a reír y me ha dicho que no le habría importado hacerlo ella misma, pero que no está bien que me canse.
¡Qué manera de quedar en evidencia!
Pero estoy aquí, y este papel no lo toca nadie más que yo. ¡Antes muerta!
Jennie ha intentado sacarme de la habitación. ¡Cómo se le notaba! Pero yo le he dicho que ahora está tan vacía y tan limpia que me entraban ganas de estirarme otra vez y dormir todo lo que pudiera; que no me despertara ni para cenar, y que ya la avisaría yo cuando estuviera despierta.
Vaya, que se ha marchado, y los criados no están. Los muebles tampoco. Sólo queda la cama clavada al suelo, con el colchón de lona que encontramos encima.
Esta noche dormiremos abajo, y mañana tomaremos el barco a casa.
Me gusta bastante esta habitación, ahora que vuelve a estar vacía.
¡Qué destrozos hicieron los niños!
¡La cama está como si la hubieran mordido! Pero tengo que poner manos a la obra.
He cerrado la puerta y he tirado la llave al camino de delante.
No quiero salir, ni quiero que entre nadie hasta que llegue John.
Quiero darle una buena sorpresa.
Tengo una cuerda que no ha encontrado ni Jennie. ¡Así, si sale la mujer y quiere escaparse, podré atarla!
¡Pero se me ha olvidado que no puedo llegar muy arriba si no tengo nada a que subirme! ¡Esta cama no hay quien la mueva!
He intentado levantarla y empujarla hasta quedarme lisiada. Entonces me he enfadado tanto que le he arrancado un trozo de un mordisco, en una esquina; pero me he hecho daño en los dientes.
Después he arrancado todo el papel hasta donde alcanzaba de pie en el suelo. ¡Está pegadí-simo, y el dibujo se lo pasa en grande! ¡Todas las cabezas estranguladas, y los ojos saltones, y la proliferación de hongos, todos se mofan de mí a gritos!
Me estoy enfadando tanto que acabaré haciendo algo desesperado. Saltar por la ventana sería un ejercicio admirable, pero las barras son demasiado fuertes para intentarlo.
Además, tampoco lo haría. Desde luego que no. Sé perfectamente que sería un acto indecoroso, y que podría interpretarse mal.
Ni siquiera me gusta mirar por las ventanas. ¡Hay tantas mujeres arrastrándose, y corren tanto…!
Me gustaría saber si salen todas del papel, como yo.
Pero ahora estoy bien sujeta con mi cuerda, la que no encontró nadie. ¡A mí sí que no me sacan a la carretera!
Supongo que cuando se haga de noche tendré que ponerme otra vez detrás del dibujo. ¡Con lo que cuesta!
¡Es tan agradable estar en esta habitación tan grande, y andar a gatas siempre que quiera…!
No quiero salir. No quiero, ni que me lo pida Jennie.
Porque fuera hay que arrastrarse por el suelo, y en vez de amarillo es todo verde.
Aquí, en cambio, puedo andar a gatas por el suelo liso, y mi hombro se ajusta perfectamente a la marca larga de la pared, con la ventaja de que así no me pierdo.
¡Anda, si está John al otro lado de la puerta! ¡Es inútil, jovencito, no podrás abrirla!
¡Qué berridos, y qué golpes!
Ahora pide un hacha a gritos.
¡Sería una lástima destrozar una puerta tan bonita!
—¡John, querido! —he dicho con la máxima amabilidad—. ¡La llave está al lado de la escalera de entrada, debajo de una hoja!
Con eso se ha callado un rato.
Luego ha dicho (con mucha serenidad): —¡Abre la puerta, cariño!
—No puedo —he contestado yo—. ¡La llave está al lado de la puerta principal, debajo de una hoja!
Lo he repetido varias veces, muy poco a poco y con mucha dulzura; lo he dicho tantas veces que ha tenido que bajar a comprobarlo. La ha encontrado, como era de esperar, y ha entrado. Se ha quedado a un paso del umbral.
—¿Qué pasa? —ha gritado—. ¿Pero qué haces, por Dios?
Yo he seguido andando a gatas como si nada, pero le he mirado por encima del hombro.
—Al final he salido —he dicho—, aunque no quisieras ni tú ni Jane. ¡Y he arrancado casi todo el papel, para que no puedan volver a meterme!
¿Por qué se habrá desmayado? El caso es que lo ha hecho, y justo al lado de la pared, en mitad de mi camino. ¡O sea que he tenido que pasar por encima de él a cada vuelta!



ALBERTO CHIMAL

13 de Agosto 2014


LA CAJA


En la unidad habitacional en la que vivimos tenemos un lugar de estacionamiento cerca de los contenedores de basura. Fue el único que pudimos conseguir. Los vecinos usan toda la zona como tiradero: cada día, para poder mover el coche, hay que hacer a un lado bolsas de desechos, comida en descomposición, trozos de muebles, carcasas de aparatos quebrados. También, ocasionalmente, cascajo, y entre enero y marzo gran cantidad de árboles de navidad: llegar por la mañana en esos meses es ver un bosque en miniatura, todavía oloroso y salpicado de nieve artificial y restos de esferas rotas.

La otra noche llegamos y, entre los desechos habituales, había una caja de cartón. Nos llamó la atención que estuviera llena de libros y que, hasta arriba de todos, tuviera ejemplares de El rehilete, una añeja revista mexicana famosa, entre otras razones, por haber estado dirigida exclusivamente por escritoras.


Aunque tal vez no tuvieran gran valor monetario, los ejemplares no eran de ningún modo fáciles de hallar en la actualidad.

Luego vimos con más detenimiento el resto de los libros, entre los cuales había uno de André Malraux, las Novelas ejemplares de Cervantes, un tratado titulado Para comprender la historia y una antología muy maltratada de poemas de Juan de Dios Peza.


Se nos ocurrió que la caja podía ser la colección de alguien: probablemente, de alguien que había muerto. Los objetos preciados de una persona se convierten en basura para quien los hereda y no les encuentra valor.

¿Quién era esta persona? 

No tenemos manera de saberlo, pero otros de los libros en la caja eran un manual muy viejo para maestros sindicalizados y una Guía del docente; además, entre los libros había también una botella de perfume de mujer, en su propia caja, guardada con esmero.


Pensando en estos objetos no nos costó mucho imaginar a una profesora, ya anciana, más "leída" que el promedio y también, posiblemente, más interesada en el feminismo o las cuestiones de género, cuyos objetos preciados fueron desechados a toda prisa por sus deudos. ¿Será lo que pasó? Lo único seguro es la eliminación de lo que se consideraba basura.

El hallazgo en el tiradero que es parte de nuestra vida cotidiana no llega a más que esto. No quedaba nada más que hacer después de especular sobre la identidad de la posible muerta. Nos llevamos las revistas y buena parte de los libros: los donaremos a alguna biblioteca y allí se acabará su relación con nosotros y con quien los atesoró y los guardó, quizá, por mucho tiempo.

Ahora que está de moda la autoficción --la escritura desde el yo, la autobiografía hiperrealista--, pienso en restos como éstos, residuos de la vida de alguien cuyo nombre no conoceremos. Dice con entusiasmo Cristina Rivera Garza que la escritura desde el yo, que deja de lado las convenciones de la ficción, es para lectores

(...) que buscan la experiencia radical de la otredad, para los que los libros no son una serie de puntadas humorísticas ni mucho menos un divertimento pasajero, los que quieren tocar con las manos abiertas el aquí y el ahora de su lenguaje y de su experiencia, esos lectores arrebatados e iracundos, esos lectores anhelantes y alertas, generosos, melancólicos (...)

Me pregunto si podría haber lectores así, o de cualquier otro tipo, para la vida que vislumbramos apenas en esos objetos viejos y despreciados: esa que por sí misma no pudo ni podrá escribirse jamás.




ALBERTO CHIMAL

11 de Agosto 2014

Este sitio convoca a su concurso #102 de minificción (o microrrelato).

Los interesados en participar pueden comenzar observando la siguiente imagen:

Instrucciones:


1) Suponer que esta imagen representa un instante de una historia.



2) Imaginar cuál es esa historia: qué está pasando allí, qué momento se anuncia, por qué, quiénes están presentes, qué hacen. No se trata de explicar la imagen, ni de escribirle un pie de foto, sino de tomarla como punto de partida para imaginar una historia propia.



3) Escribir la historia, en forma de cuento brevísimo (minificción, microrrelato; el nombre es lo de menos), en los comentarios de esta misma nota. 

El o los textos ganadores recibirán un trofeo virtual y serán seleccionados considerando la opinión de quienes decidan opinar. La fecha límite para participar es el 29 de agosto. Quedan invitados.



ALBERTO CHIMAL

28 de Julio 2014


Harrison Bergeron

Este cuento es el segundo de Kurt Vonnegut que aparece en este sitio. Publicado originalmente en 1961 en la revista The Magazine of Fantasy and Science Fiction, cuenta la historia de una sociedad totalitaria en la que toda la población es reducida a la “igualdad” (a una mediocridad incapacitante) por un gobierno opresor. Por supuesto, no hay sociedad humana que sea exactamente como la que aquí se representa, pero Vonnegut sí describe, exagerándolos, retorciéndolos, sucesos y modos de pensar de su presente y del nuestro. Hay que recalcar que el acto de rebeldía en el centro del cuento no está observado de manera optimista. La traducción es una versión muy revisada de ésta.
Kurt Vonnegut

Kurt Vonnegut

Era el año 2081, y todos eran al fin iguales. No sólo iguales ante Dios y ante la ley. Iguales en todos los sentidos. Nadie era más listo que ningún otro. Nadie era más hermoso que ningún otro. Nadie era más fuerte o más rápido que ningún otro. Toda esta igualdad era debida a las enmiendas 211, 212 y 213 de la Constitución, y a la incesante vigilancia de los agentes de la Dirección General de Discapacitación de los Estados Unidos.
Algunas cosas en la vida aún no estaban del todo bien, sin embargo. Abril, por ejemplo, ya no era el mes de la primavera, y esto volvía loca a la gente. Y en este mes, húmedo y frío, los de la DGD se llevaron a Harrison Bergeron, de catorce años, hijo de George y Hazel Bergeron.
Fue una tragedia, realmente, pero George y Hazel no podían pensar mucho en eso. Hazel tenía una inteligencia totalmente promedio, lo que significa que no era capaz de pensar en nada salvo por breves periodos. Y George, aunque tenía una inteligencia por encima de lo normal, llevaba en la oreja una pequeña radio discapacitadora. La ley lo obligaba a llevarla a todas horas. Estaba sintonizada a un transmisor del gobierno que cada veinte segundos, aproximadamente, enviaba un ruido agudo para evitar que las personas como George se aprovecharan injustamente de sus cerebros.
George y Hazel miraban la televisión. Había lágrimas en las mejillas de Hazel, pero de momento ella no recordaba por qué.
En la pantalla había unas bailarinas.
Una chicharra sonó en la cabeza de George. Sus pensamientos huyeron aterrados, como ladrones que oyen una campana de alarma.
–Era bonita esa danza, la que acaba de terminar —dijo Hazel.
–¿Eh? –dijo George.
–Esa danza, era bonita –dijo Hazel.
–Ajá —dijo George. Trató de pensar un poco en las bailarinas. No eran realmente muy buenas: cualquiera hubiese podido hacerlo igual de bien. Todas estaban cargadas con contrapesos y sacos de perdigones, y llevaban máscaras, para que nadie se sintiese deprimido por ver un gesto libre o grácil o una cara bonita. George empezaba a formar la idea vaga de que quizá las bailarinas no debieran tener ninguna discapacidad. Pero no llegó muy lejos antes de otro ruido en la radio de su oreja dispersara sus pensamientos.
George torció la cara. También lo hicieron dos de las ocho bailarinas.
Hazel vio la mueca de George. Como ella no tenía discapacitador mental, tuvo que preguntar cuál ruido había sido aquél.
—Sonó como si golpearan una botella de leche con un martillo de metal —dijo George.
—Creo que sería interesante oír todos esos ruidos —dijo Hazel, con un poco de envidia–. La de cosas que inventan.
—Um —dijo George.
—Pero si yo fuera Directora General de Discapacitación, ¿sabes qué haría? —dijo Hazel. Hazel, de hecho, tenía un gran parecido con la Directora de Discapacitación, una mujer llamada Diana Moon Glampers—. Si yo fuese Diana Moon Glampers —dijo Hazel— pondría campanas los domingos. Sólo campanas. Como en honor de la religión.
—Yo podría pensar si fuesen sólo campanas —dijo George.
—Bueno, podrían sonar bien fuerte —dijo Hazel— . Creo que yo sería buena Directora de Discapacitación.
—Tan buena como cualquiera —dijo George.
—¿Quién mejor que yo sabe lo que es normal? —dijo Hazel.
—Sí —dijo George. Empezó a pensar oscuramente en su hijo anormal que ahora estaba en la cárcel, en Harrison, pero una salva de veintiún cañonazos en su cabeza lo detuvo.
—¡Uy! —dijo Hazel— . Ese sí estuvo duro, ¿no?
Había estado tan duro que George se había puesto blanco, y temblaba, y le asomaban lágrimas en los ojos enrojecidos. Dos de las ocho bailarinas habían caído al piso del estudio y se apretaban las sienes.
—De pronto te ves muy cansado —dijo Hazel—. ¿Por qué no te acuestas en el sofá y apoyas tu discapacitador de plomo en los cojines, mi cielo? —Hazel se refería a los veinte kilos de perdigones en un saco de tela que George llevaba colgados del cuello, fijos con candado—. Apoya el peso un ratito —dijo—. No me importa que no seas igual a mí durante un rato.
George sopesó el saco con las manos.
—No me molesta —dijo—. Ya no lo noto. Es una parte de mí.
—Has estado muy cansado últimamente, como agotado —dijo Hazel—. Si hubiese modo podríamos hacer un hoyito en el fondo del saco, y sacar algunas bolas de plomo… Sólo unas pocas.
—Dos años de prisión y una multa de dos mil dólares por cada perdigón que sacara —dijo George—. No es lo que se dice un buen negocio.
—Si pudieras sacar unos pocos cuando llegas del trabajo —dijo Hazel—. O sea, aquí no compites con nadie. Nada más estás sentado.
—Si tratara de hacerlo —dijo George— otra gente lo haría también, y muy pronto estaríamos de nuevo en las edades oscuras, cuando todos competían contra todos. No te gustaría, ¿o sí?
—Lo odiaría —dijo Hazel.
—Ahí está —dijo George—. En el momento en que la gente hace trampa con las leyes, ¿qué crees que le pasa a la sociedad?
Si Hazel no hubiera podido responder a esta pregunta, George no hubiera podido dar una. Una sirena aullaba en su cabeza.
—Se haría pedazos, supongo.
—¿Qué cosa? —dijo George desconcertado.
—La sociedad —dijo Hazel, insegura—. ¿No fue eso lo que dijiste?
—Quién sabe —dijo George.
Un boletín de noticias interrumpió de pronto el programa de televisión. En un principio no estuvo claro sobre qué noticia era el boletín, pues el anunciador, como todos los anunciadores, tenía una seria discapacidad en el habla. Durante medio minuto, y muy excitado, el hombre trató de decir:
—Damas y caballeros…
Al fin se dio por vencido y le pasó el boletín a una bailarina.
—Está bien —dijo Hazel del anunciador—. Lo intentó. Esa es la cosa. Hizo lo mejor que pudo con lo que Dios le dio. Deberían darle un buen aumento por tanto esfuerzo.
—Damas y caballeros —dijo la bailarina leyendo el boletín. Debía ser extraordinariamente hermosa, pues la máscara que llevaba era horrible. Y era fácil ver también que era la más fuerte y más grácil de todas las bailarinas, porque sus sacos de discapacitación eran tan grandes como los de un hombre de cien kilos.
Y tuvo que pedir perdón de inmediato por su voz, que era una voz verdaderamente injusta para una mujer. Era una melodía cálida luminosa, atemporal.
—Discúlpenme —dijo la muchacha y empezó a hablar otra vez, haciendo una voz absolutamente no competitiva—. Harrison Bergeron, de catorce años —dijo con un graznido—, acaba de escapar de la cárcel, donde se le retenía acusado de conspirar para derrocar al gobierno. Es un genio y un atleta, no tiene suficiente discapacitación, y se le debe considerar extremadamente peligroso.
Una foto policial de Harrison Bergeron tomada apareció en la pantalla cabeza abajo, de costado, cabeza abajo otra vez, y finalmente al derecho. La fotografía mostraba a Harrison de pie ante un fondo calibrado en metros y centímetros. Medía exactamente dos metros diez.
Por lo demás, Harrison parecía un fantasma o una ferretería. Nadie había llevado nunca discapacitadores más pesados. Había superado cada impedimento más rápido de lo que los hombres de la DGD podían imaginar uno nuevo. En vez de una pequeña radio en la oreja como discapacitador mental, llevaba un par tremendo de audífonos, y además anteojos de vidrios gruesos y ondulados. Los anteojos tenían el fin no sólo de dejarlo medio ciego, sino también de provocarle horribles dolores de cabeza.
Trozos de metal le colgaban de todo el cuerpo. Habitualmente había cierta simetría, una eficiencia militar en los discapacitadores suministrados a las personas fuertes, pero Harrison parecía un deshuesadero ambulante. En la carrera de la vida, Harrison arrastraba más de ciento cincuenta kilos.
Y para afearlo, los hombres de la DGD lo obligaban a usar todo el tiempo nariz roja de payaso, a rasurarse las cejas y a cubrirse los dientes blancos y regulares con falsos huecos y caries colocados al azar.
—Si ven a este muchacho —dijo la bailarina— no intenten, repito, no intenten discutir con él.
Se oyó el estruendo de una puerta arrancada de sus goznes.
Del estudio de televisión llegaron gritos y aullidos de consternación. La foto de Harrison Bergeron saltó una y otra vez en la pantalla, como bilando al son de un terremoto.
George Bergeron identificó en seguida el origen del sismo. No le costó, pues muchas veces su propia casa había danzado del mismo modo.
—¡Dios mío! —dijo George— ¡Ese debe ser Harrison!
El ruido de un choque de automóviles le barrió esa comprensión de la cabeza.
Cuando George pudo abrir los ojos otra vez, la fotografía de Harrison había desaparecido. Harrison mismo llenaba ahora la pantalla.
Harrison: un payaso enorme, repicante, estaba de pie en el centro del estudio. Tenía aún en la mano el pestillo de la puerta que acababa de arrancar. Bailarinas, técnicos, músicos y anunciadores estaban de rodillas ante él, esperando morir.
—¡Soy el emperador! —gritó Harrison— ¿Me oyen? ¡Soy el emperador! ¡Todos deben hace lo que yo diga inmediatamente!
Golpeó el piso con el pie y el estudio tembló.
—Aun tullido, encorvado, impedido como ustedes me ven aquí —rugió—, ¡soy más grande gobernante que cualquier otro que haya vivido! ¡Y ahora miren cómo me convierto en lo que puedo convertirme!
Harrison se arrancó las correas que sostenían su discapacitador como si fueran de papel higiénico: correas garantizadas para sostener dos mil quinientos kilos.
Los pedazos de chatarra retumbaron al dar contra el suelo.
Harrison pasó los pulgares bajo la barra que aseguraba su arnés para la cabeza. La barra se rompió como un tallo de apio. Harrison aplastó los lentes y los audífonos contra la pared.
También se arrancó la nariz de goma descubriendo a un hombre que hubiera estremecido a Thor, el dios de trueno.
—¡Ahora elegiré a mi emperatriz! —dijo, mirando al grupo arrodillado a sus pies—. Que la primera mujer que se atreva a levantarse reclame a su esposo y su trono.
Pasó un momento y al fin una bailarina se puso de pie, balanceándose como un sauce.
Harrison sacó el discapacitador mental de la oreja de la bailarina y luego los discapacitadores físicos con asombrosa delicadeza. Finalmente le quitó la máscara.
La bailarina era de una belleza cegadora.
—Ahora —dijo Harrison tomándole la mano—, ¿le mostramos a la gente lo que significa la palabra “danza”? ¡Música! —ordenó.
Los músicos treparon de vuelta a sus sillas, y Harrison les quitó también sus discapacitadores.
—Toquen tan bien como puedan —les dijo— y les haré barones y duques y condes.
La música comenzó. Era normal al principio: barata, tonta, falsa. Pero Harrison alzó a dos músicos de sus sillas y los movió en el aire como batutas, mientras cantaba la música como deseaba que la tocaran. Luego los dejó caer otra vez en los asientos.
La música comenzó de nuevo y estuvo mucho mejor.
Harrison y su emperatriz se quedaron un rato escuchando, gravemente, como esperando a que los latidos de sus corazones concordaran con la música.
Luego se alzaron en puntas de pie. Harrison tomó entre sus manazas el talle delgado de la bailarina, haciéndole sentir la ingravidez que pronto sería suya.
Y entonces, en una explosión de gracia y alegría, saltaron al aire.
No sólo abandonaron las leyes de la Tierra sino también las leyes de la gravedad y las del movimiento.
Giraron, remolinearon, brincaron, cabriolaron, caracolearon y revolotearon.
Saltaron como ciervos en la Luna.
El cielorraso estaba a diez metros de altura, pero con cada salto los bailarines se acercaban más a él.
Pronto fue evidente que intentaban tocarlo.
Lo tocaron.
Y luego, neutralizando la gravedad con puro amor y voluntad, se quedaron suspendidos en el aire a unos pocos centímetros bajo el cielorraso, y allí se besaron durante largo tiempo.
Fue entonces que Diana Moon Glampers, la Directora General de Discapacitación, entró en el estudio con una escopeta de doble cañón. Disparó dos veces y el emperador y la emperatriz murieron antes de llegar al suelo.
Diana Moon Glampers cargó otra vez la escopeta. Apuntó a los músicos y les dijo que tenían diez segundos para ponerse otra vez los discapacitadores.
En ese momento el tubo de la televisión de los Bergeron se quemó.
Hazel se volvió hacia George para comentarle el desperfecto. Pero George había ido a la cocina por una lata de cerveza.
George regresó con la cerveza y se detuvo mientras una señal discapacitadora lo sacudía de pies a cabeza. Luego se sentó otra vez.
—Has estado llorando —le dijo a Hazel.
—Sí —dijo ella.
—¿Por qué? —dijo él.
—No me acuerdo. Algo bien triste en la televisión.
—¿Qué era? —dijo él.
—Lo tengo confundido en la cabeza —dijo Hazel.
—Olvida las cosas tristes —dijo George.
—Eso hago siempre —dijo Hazel.
—Esa es mi chica —dijo George. Torció la cara. Había el ruido de una remachadora en su cabeza.
—Uy. Ese sí estuvo duro, ¿no? —dijo Hazel.
—Y que lo digas.
—Uy —dijo Hazel—. Ese sí estuvo duro.




ALBERTO CHIMAL

14 de Julio 2014


Una visita 

Hoy, 14 de julio, se cumplen 20 años de la muerte de mi madre, María del Carmen Chimal.

Con mi esposa, Raquel, fui a visitar su tumba, en el Panteón General de la ciudad de Toluca.


Al final no nos llevábamos bien. A su angustia por el cáncer que padecía, y que no había remitido luego de un tratamiento desagradable y prolongado, se agregaban otras, y entre ellas las que le provocaba un hijo voluntarioso, que se rebelaba y que, muy probablemente, la tenía muy decepcionada. No conozco todos los detalles porque es poco lo que se habla en la familia de los dramas y las dificultades de otros tiempos. Mientras otras personas que conozco pueden contar anécdotas numerosas de sus padres y abuelos, y construir a partir de ellas una historia común y un sentido de pertenencia, mi familia es de las que tienen poco pasado. Sé que ella intentaba probarse en la crianza; sé también que tenía, como casi cualquiera, muchas ambiciones que iban a quedar insatisfechas. En cualquier caso peleábamos con frecuencia, y yo me escapaba cada vez que podía. El 13 de julio de 1994 fue día de una de esas salidas. Sin avisar a nadie tomé un autobús a la ciudad de México, me metí en un cine y regresé, deliberadamente, hasta muy tarde. Vi Perros de reserva de Quentin Tarantino, de quien no sabía nada (eran tiempos sin internet). Llegué y, para variar, ella no me estaba esperando para reñirme. Decidí aprovechar, entré sin hacer ruido y me acosté de inmediato. Me despertaron en la madrugada para decirme que fuera a su cuarto, porque estaba muriendo.

(Tal vez soy como el resto de mi familia: como ya escribí de esa muerte en un libro, no lo haré ahora, y también porque recuerdo las veces que he contado los detalles incluso a personas muy queridas. Siempre hay cierta incomodidad a la hora de que intento llegar al final: al momento en que todos, ella incluida, nos dimos cuenta de lo que ya era inminente, inevitable.)

Mi madre fue enterrada en la misma tumba que sus padres –mis abuelos maternos; se decía que ella, Isabel, había sido temible, y que había sido la primera matriarca de la familia de Toluca, un papel que no ha desaparecido hasta hoy– y que dos tíos mayores a los que yo mismo conocí mucho menos. Fue la última: otros miembros de la familia que han muerto después han sido cremados, y están en la vieja casa familiar, a la que yo vuelvo tan poco.


Habían pasado años desde mi última visita a aquella tumba. Muchas cosas quedaron sin decirse entre María del Carmen y yo. Además, ahora pienso que mi deseo era, como antes el de ella, probarme. Demostrarle que la imagen que tenía de mí –y que me describió en términos que no repetiré– estaba equivocada. Y a medida que pasaban los años, y que no todo salía tan bien ni tan rápido como hubiera deseado, sentía menos y menos ganas de volver. ¿Cómo iba a hacerlo, si no podía mostrarle nada que me pareciera un triunfo incuestionable, una victoria que ella no pudiese negar? El error, por supuesto, es que ella no estaba allí, repitiéndome lo que me había dicho antes de su muerte. No creo en una vida después de ésta, pero aun si creyera, tendría que decir lo mismo: ella no estaba aquí abajo, como un fantasma, murmurando en mis oídos. Si algo, está su recuerdo, que unas veces me anima y otras me duele. Está su recuerdo, que es el único modo en el que ella puede perdurar ahora, al menos para mí. Llegar a esta idea simple me costó mucho. Cuando llegué faltaba poco para el aniversario de hoy, en el que no tengo ni más ni menos que ofrecer ni que decir en mi favor que en cualquier otro día. Pero de todos modos decidí que podía poner fin a algo si hacía el viaje: por lo menos, a una parte de la historia, a un capítulo. Si no para alguien más, para mí mismo.


Una vez que la tumba quedó limpia, pusimos flores. Luego Raquel me dejó solo un momento. Dije algunas cosas en voz alta, como para conversar, aunque sé que la conversación era sólo conmigo. Jugué, como cuando se juega a inventar personajes. También recordé algunos momentos buenos y quise imaginar otros, que es el modo más doloroso de imaginar.

Y llegué a la conclusión de que la sensación de anticlímax que sentía era inevitable: ¿quépodía cambiar de golpe en ese momento? Nada, porque mi decisión de ir había sido el cambio verdadero. La idea de aceptar que yo no podía vivir en el pasado, ni en la identidad que mi madre había pensado para mí, y que de hecho llevaba años y años existiendo en algo distinto: en otro lugar y en otra vida. Puedo honrar lo que sucedió, que no se marcha mientras existe la memoria, pero nada más. Y habrá momentos en que esta determinación se debilite y vuelvan las dificultades en el interior, pero al menos ahora, mientras escribo, se prolonga la certidumbre que tuve entonces. Nadie puede pedir más. Y si esto es una idea trillada, una obviedad, es al menos una que descubrí yo mismo.

(No hay que preocuparse demasiado cuando la vida de uno resulta no ser tan original: cada uno de nosotros, aunque sea de modo mezquino o diminuto o encubierto, tiene que vivir la historia entera de la humanidad, desde el comienzo hasta el fin y pasando por todos los descubrimientos y todas las guerras.)


Volveré, y sin duda más de una vez. Tengo gente viva y querida en la ciudad, después de todo, y además no sé cuál será, todavía, el final de mi propio trayecto. Pero hoy fui y me marché de manera crucial, definitiva. Hay un espacio en blanco, un punto y aparte en una página, y mañana empieza un párrafo nuevo.

* * *



ALBERTO CHIMAL

22 de Junio 2014


Este mes de Mundial de Futbol, un cuento de Machado de Assis (1839-1908), extraordinario autor brasileño. “A Igreja do Diabo” se publicó inicialmente en 1884, y es un raro ejemplo de las historias de imaginación fantástica del escritor. También es una historia atemporal: sus ideas sobre la virtud moral, la rebeldía y el carácter contradictorio del ser humano siguen vigentes. Agradezco a Sarai Robledo la transcripción del texto.



LA IGLESIA DEL DIABLO
Joaquim Maria Machado de Assis

I

De una idea magnífica

Cuenta un viejo manuscrito benedictino que el diablo, en cierto día, tuvo la idea de fundar una iglesia. Aunque sus ganancias fueran continuas y grandes, se sentía humillado con el papel aislado que ejercía desde hacía siglos, sin organización, sin normas, sin cánones ni ritual ni nada. Vivía, por así decirlo, de los sobrantes divinos, de los descuidos y obsequios humanos. Nada de fijo, nada regular. ¿Por qué no iba a tener él una iglesia? Una iglesia del Diablo era el medio más eficaz para combatir a las demás religiones y destruirlas de una vez.
—Bueno, crearé una iglesia –concluyó—. Escritura contra Escritura, breviario contra breviario. Tendré mi misa, con vino y pan hasta el hartazgo, mis sermones, mis bulas, novenas y todo el aparato eclesiástico. Mi credo será el núcleo universal de los espíritus y mi iglesia una tienda de Abraham. Y luego, mientras que las otras religiones luchan entre sí y se dividen, mi iglesia se mantendrá unida; no tendré ante mí ni Mahoma ni Lutero. Hay muchas maneras de afirmar pero sólo una de negarlo todo.
Y diciendo esto, el Diablo sacudió la cabeza y extendió los brazos, en un gesto magnífico y varonil. En seguida se acordó de ir con Dios para comunicarle su idea y desafiarlo; levantó los ojos, encendidos de odio, ásperos por la venganza y se dijo a sí mismo: “Vamos, es tiempo”. Y rápido, batiendo las alas, con tal estruendo que prendió a todas las provincias del abismo, salió de la sombra hacia el azul infinito.

II

Entre Dios y el Diablo

Dios estaba recibiendo a un anciano cuando el Diablo llegó al Cielo. Los serafines que enguirnaldaban al recién llegado se detuvieron inmediatamente y el Diablo se quedó en la entrada, con los ojos puestos en el Señor.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó éste.
—No vengo por tu siervo Fausto —respondió el Diablo, riéndose—, sino por todos los faustos del siglo y de los siglos.
—Explícate.
—Señor, la explicación es sencilla; pero permite que te diga: recoge primero a ese buen viejo; dale el mejor lugar, ordena que las más afinadas cítaras laúdes lo reciban con los más divinos coros…
—¿Sabes lo que hizo él? —preguntó el señor, con los ojos llenos de dulzura,
—No, pero probablemente es de los últimos que vendrán a estar con vosotros. No tardará mucho que el cielo quede parecido a una casa vacía, a causa del precio, que es elevado. Voy a construir un alojamiento barato; en dos palabras, voy a fundar una iglesia. Estoy cansado de mi desorganización, de mi reino azaroso y adventicio. Es tiempo de alcanzar la victoria final y completa. Y entonces he venido a contártelo, con lealtad, para que no me acuses de disimulo… Buena idea, ¿no te parece?
—Viniste a contármela, no a legitimarla — advirtió el Señor.
—Tienes razón —aceptó el Diablo—; pero al amor propio le gusta oír el aplauso de los maestros. Verdad es que en este caso sería el aplauso de un maestro vencido, y una tal exigencia… Señor, vuelvo a la tierra; voy a poner mi primera piedra.
—Ve.
—¿Quieres que venga a anunciarte la conclusión de la obra?
—No es necesario; basta que me digas desde ahora por qué motivo, cansado de tu desorganización, sólo hasta ahora pensaste en fundar una iglesia.
El Diablo sonrió con cierto aire de escarnio y triunfo. Tenía alguna idea cruel en mente, algún reparo picante en la alforja de la memoria, algo que en ese breve instante de la eternidad lo hacía creerse superior al propio Dios. Pero concluyó su sonrisa y dijo:
—–Sólo ahora concluí una observación que comencé a hacer desde hace algunos siglos, y es que las virtudes, hijas del cielo, son en gran número comparables a reinas cuyo manto de terciopelo rematara en franjas de algodón. Ahora me propongo jalarles de esa franja y traerlas a todas ellas a mi Iglesia; tras ellas vendrán las de seda pura…
—¡Viejo retórico! —murmuro el Señor.
—Mira bien. Muchos cuerpos que se arrodillan ante vuestros pies, en los templos del mundo, llevan encima el ropaje de la sala y la calle, los rostros se tiñen con el mismo polvo, los pañuelos huelen a los mismos olores, las pupilas centellean de curiosidad y devoción entre el libro santo y la atracción del pecado. Mire el ardor –la indiferencia al menos– con que ese caballero anuncia al público los beneficios que liberalmente distribuyen, ya sean ropas o zapatos, monedas o cualesquiera de esas materias necesarias para la existencia…, pero no quiero parecer como que me detengo en cosas menudas; no hablo, por ejemplo, de la placidez con la que este jefe de hermandad, en las procesiones, carga piadosamente en el pecho vuestro amor y una manda… Voy a negocios más elevados…
En esto los serafines agitaron las pesadas alas con hastío y sueño. Miguel y Gabriel contemplaron al señor con una mirada de súplica. Dios interrumpió al Diablo:
—Tú eres vulgar, que es lo peor que le puede suceder a un espíritu de tu especie —replicó el Señor–. Todo lo que dices o que puedas decir ya ha sido dicho y redicho por los moralistas del mundo. Es un asunto superado; y si no tienes fuerza ni originalidad para renovar un asunto superado, mejor es que te calles y retires. Mira, todas mis legiones muestran en la cara las señales vivas del tedio que les provocas. Ese mismo anciano parece mareado; ¿sabes tú lo que hizo?
—Ya te dije que no.
—Después de una vida honesta, tuvo una muerte sublime. Atrapado en un naufragio, se iba a salvar en una tabla. Pero vio a unos recién casados, en la flor de la vida, que se debatían ya en la muerte: les cedió la tabla de salvación y se hundió en la eternidad. Sin ningún público, sólo el agua y cielo arriba de él. ¿Dónde encuentras la franja de algodón?
—Señor, yo soy como tú sabes, el espíritu de la negación.
—¿Niegas estas muerte?
—Lo niego todo. La misantropía puede tomar la apariencia de caridad; dejarles la vida a los demás, para un misántropo, es realmente odiarlos…
—¡Sutil retórico! —exclamó el Señor— Ve, ve y funda tu iglesia, llama a todas las virtudes, recoge todas las franjas, convoca a todos los hombres…, pero, ¡vete, vete ya!
En vano el Diablo intentó proferir algo más. Dios le impuso silencio; los serafines, ante una seña divina, llenaron el cielo con armonía de sus cánticos. El Diablo sintió, de repente, que se hallaba en el aire; dobló las alas y, como rayo, cayó en la tierra.

III

La buena nueva a los hombres

Una vez en la tierra, el Diablo no perdió un minuto. Se apresuró a vestir la túnica benedictina, como hábito de buena fama, y se metió a divulgar una doctrina nueva y extraordinaria, con una voz que hacía retumbar las entrañas del mundo. Él prometía a sus discípulos y fieles las delicias de la tierra, todas las glorias los deleites más íntimos. Confesaba que era el Diablo; pero lo confesaba para corregir la noción que los hombres tenían de él y desmentir las historias que las viejas beatas contaban de él.
—Sí, soy el Diablo —repetía él—; no el Diablo de las noches sulfúreas, de los cuentos para dormir, terror de los niños, sino el Diablo verdadero y único, el propio genio de la naturaleza, al que se le dio aquel nombre para arrancarlo del corazón de los hombres. Ved cómo soy gentil y cortés. Soy vuestro verdadero padre. Pero vamos, tomad ese nombre, inventado para mi descrédito, haced con ello un trofeo, un lábaro y yo os daré todo, todo, todo, todo, todo, todo…
Era así como hablaba, al principio, para excitar el entusiasmo, avisar a los indiferentes, congregar, en suma, a las multitudes a sus pies. Y ellas vinieron; y después de que vinieron, el Diablo pasó a definir su doctrina. La doctrina era la única que podía estar en la boca de un espíritu de la negación. Eso en lo que toca a la sustancia, porque en lo referente a la forma, unas veces era sutil y otras cínica y pálida.
Él clamaba que las virtudes aceptadas debían ser sustituidas por otras, que eran las naturales y legítimas. La soberbia, la lujuria, la pereza fueron rehabilitadas, y así también la avaricia, que declaró no ser sino la madre de la economía, con la diferencia que la madre era robusta y la hija una flaca. La ira encontraba su mejor defensa en la obra de Homero; sin el furor de Aquiles no hubiera habido la Ilíada: “Canta, oh musa, la cólera de Aquiles, hijo de Peleo”… Lo mismo dijo de la gula, que produjo las mejores páginas de Rabelais y muchos buenos versos del Hyssope; virtud tan superior que nadie recuerda las batallas de Lúculo sino sus cenas; fue la gula que realmente lo hizo inmortal. Pero aun haciendo a su lado las razones de orden literario o histórico, sólo para mostrar el valor intrínseco de aquella virtud, ¿quién podría negar que era mucho mejor sentir en la boca y el vientre los buenos manjares, en gran acopio, que los malos bocados, o la saliva del ayuno? Por su parte, el Diablo prometía sustituir la viña del Señor, expresión metafórica, por las viñas del Diablo, locución directa y verdadera, pues no iba a faltarles nunca a los suyos el fruto de las más bellas cepas del mundo. En lo referente a la envidia, pregonó fríamente que era la principal virtud, origen de prosperidades infinitas; preciosa virtud, que llegaría a suplir a todas las demás y hasta el mismo talento.
Las turbas corrían detrás de él, entusiasmadas. El diablo les inculcaba, con los grandes golpes de elocuencia, todo el nuevo orden de las cosas, cambiando la noción de ellas, haciendo amar a las perversas y odiar a las sanas.
Nada más curioso, por ejemplo, que la definición que él daba de fraude. Lo llamaba el brazo izquierdo el hombre; el brazo derecho era la fuerza, y concluía: muchos hombres son zurdos, eso es todo. Ahora bien, él no exigía que fueran todos zurdos, no era exclusivista. Que unos fueran zurdos y otros diestros; aceptaba a todos, menos a los que no fueran nada. Pero la demostración más rigurosa y profunda, fue la venalidad. Una casuista del tiempo llegó a confesar que era un monumento de lógica. La venalidad, dijo el Diablo, era el ejercicio de un derecho superior a todos los derechos. Si tú puedes vender tu casa, tu buey, tus zapatos, tu sombrero, cosas que son tuyas por una razón jurídica legal, pero que, en todo caso, están fuera de ti, ¿cómo es que no puede vender tu opinión, tu voto, tu palabra, tu fe, cosas que son más que tuyas porque son tu propia conciencia, esto es, tú mismo? Negarlo es caer en o absurdo y contradictorio. ¿Pues no hay mujeres que venden sus cabellos? ¿No puede un hombre vender parte de su sangre para transfundirla a otro hombre anémico? ¿Y la sangre y los cabellos, partes físicas, tendrán un privilegio que se le niega al carácter, a la parte moral del hombre?
Demostrando así el principio, el Diablo no tardó en exponer las ventajas del orden temporal o pecuniario; después, enseño todavía que, en vista del perjuicio social, convenía disimular el ejercicio de un derecho tan legítimo, es decir, ejercer al mismo tiempo la venalidad y la hipocresía, esto es merecer doblemente. Y así por arriba y por abajo, examinaba todo, corregía todo. Claro está, combatió el perdón de las injurias y otras máximas de suavidad y cordialidad. No prohibió formalmente a la calumnia gratuita, sino que introdujo a ejercitarla mediante retribución, pecuniaria o de otra especie; pero en los casos en que fuera una imperiosa expansión de la fuerza de imaginación y nada más, prohibía aceptar compensación alguna, ya que ello equivalía a hacer pagar la inspiración. Todas las formas del respeto fueron condenadas por él, como posibles elementos de un cierto decoro social y personal, con la única excepción del interés. Pero esa misma excepción fue después eliminada, por considerar que el interés, que convierte al respeto en simple adulación, era el sentimiento aplicado y no aquél.
Para rematar la obra, el Diablo pensó que le correspondía acabar con toda la solidaridad humana. En efecto, el amor al prójimo era un grave obstáculo para la nueva institución. Él demostró que esa norma era una simple invención de los parásitos y negociantes insolventes; no se debía dar al prójimo sino indiferencia; en algunos de los casos, odio o desprecio. Incluso llegó a demostrar que la noción de prójimo estaba equivocada, y citaba esta fase de un padre de Nápoles, aquel fino y letrado Galiani, que le escribía una de las marquesas del Antiguo Régimen: “¡Que se enoje el prójimo! ¡No hay prójimo!” La única hipótesis en la que él permitía amar al prójimo era cuando se trataba de amar a las mujeres ajenas, porque esa clase de amor tenía la particularidad de no ser otra cosa que el amor del individuo a sí mismo. Y como algunos discípulos encontraran que tal explicación, por metafísica, escapaba a la comprensión de la turba, el Diablo recurrió a un apólogo: “Cien personas adquieren acciones de un banco, para las operaciones comunes; pera coda accionista no cuida realmente sino de sus dividendos: es lo que sucede con los adúlteros. “Este apólogo fue incluido en su Libro de Sabiduría.

IV

Franjas y franjas

La perversión de Diablo se consumó. Todas las virtudes cuya capa de terciopelo remataba en franja de algodón, una vez jaladas de la franja, arrojaban la capa a las ortigas y venían a alistarse en una iglesia nueva. Detrás fueron llegando las demás, y el tiempo bendijo la institución. La iglesia se fundó; la doctrina se propagaba; no había una sola región en el globo que no la conociera, una lengua a la que no se tradujera, una raza que no la amara. El Diablo levantó gritos de triunfo.
Pero un día, muchos años después, notó el Diablo que sus fieles, a escondidas, practicaban las antiguas virtudes. No las practicaban todas, ni íntegramente, sino más bien algunas y por partes y, como digo, a escondidas. Ciertos glotones se ocultaban a comer frugalmente tres o cuatro ocasiones por año, justamente en los días del precepto católico; muchos avaros daban limosas, en la noche, o en las calles semidesiertas; varios dilapidadores del erario restituían pequeñas cantidades; los fraudulentos, hacían cosas legales una que otra vez, con el corazón en las manos, pero con el mismo rostro de disimulo, para hacer creer que estaban embaucando a los demás.
Este descubrimiento asombró al Diablo. Se metió a investigar más hondamente el mal, y vio cuan extendido se hallaba. Algunos casos eran hasta incomprensibles, como el de un farmacéutico del Levante que había envenenado a una generación completa, y con el producto de sus drogas socorría a los hijos de las víctimas. En el Cairo encontró a un perfecto ladón de camellos, que se cubría la cara para acudir a las mezquitas. El Diablo se encontró con él a la entrada, y lo increpó por su procedimiento; él lo negó, diciendo que iba allí a robarle el camello a un trujamán: lo robó en efecto, a la vista del Diablo y fue a ofrecérselo de presente a un muezín que oró por él a Alá. El manuscrito benedictino cita muchos otros descubrimientos extraordinarios, y entre ellos éste, que desorientó por completo al Diablo. Uno de sus mejores apóstoles era un calabrés, varón de cincuenta años, insigne falsificador de documentos, que poseía una hermosa casa en la compañía romana, telas, estatuas, biblioteca, etc. Era el fraude en persona; incluso había llegado a meterse en la cama para no confesar que estaba sano. Pues ese hombre no sólo robaba en el juego, sino que todavía daba gratificaciones a los criados. Habiéndose hecho amigo de un canónigo, iba todas las semanas a confesarse con él, en una capilla solitaria; y, aunque no le descubría ninguna de sus acciones secretas, se santiguaba dos veces, al arrodillarse y al levantar. El diablo apenas pudo creer tan grande alevosía. Pero no había forma de dudar; el caso era verdadero.
No se detuvo un instante. El asombro no le dio tiempo para reflexionar, comparar y concluir que el espectáculo presente tenía algo de análogo con el pasado. Voló de nuevo al cielo, trémulo de rabia, ansioso por conocer la causa secreta de tan singular fenómeno. Dios lo escuchó con infinita complacencia; no lo interrumpió, no lo reprendió, no se vanaglorió, siquiera, de aquella agonía satánica. Puso sus ojos en él y le dijo:
—¡Qué quieres tú, mi pobre Diablo! Las capas de algodón tienen ahora franjas de seda, como las de terciopelo tuvieron franjas de algodón. ¡Qué le vamos a hacer: es la eterna contradicción humana!


ALBERTO CHIMAL

23 de Mayo 2014


Stanley Kubrick, el fotógrafo: La primera mirada



Al comienzo de La naranja mecánica (1971), de Stanley Kubrick, Alex el pandillero (Malcom McDowell) se presenta ante nosotros mirándonos directamente desde la pantalla. Tiene la cabeza inclinada hacia adelante y, por lo tanto, los ojos dan la impresión de apuntar ligeramente desde abajo. La impresión es de amenaza, la que daría un animal salvaje a punto de atacar. Es la “mirada Kubrick”: un plano que se repite con varios actores —desde Jack Nicholson hasta Tom Cruise— en diferentes películas del cineasta, que marca tanto como el uso del zoom o las composiciones simétricas.


Pero hay otra “mirada” de Kubrick menos conocida. La exposición Eyes Wide Open: Stanley Kubrick as a photographer, en el Kunstforum de Viena, la recuerda este año.


La primera pasión de Kubrick, en efecto, fue la fotografía. Durante la adolescencia comenzó a alternar la escuela secundaria con la toma y el revelado de fotos. Sólo tenía 16 años, en abril de 1945, cuando capturó la imagen de un vendedor de periódicos abatido por la noticia de la muerte del presidente Franklin Delano Roosevelt, que vendió a la revista Look. Hoy olvidada pero en su momento muy popular, la publicación dominaba —junto con Life, su principal competidora— el mundo del fotoperiodismo en Estados Unidos a mediados del siglo XX; ofrecía a numerosos lectores reportajes generosamente ilustrados.


Kubrick se convirtió en fotógrafo de planta de Look y pasó cinco años cubriendo toca clase de temas: desde la vida de gente famosa y el trajín de un circo ambulante, hasta la rutina de los empleados en un club nocturno y el lado áspero de la vida en la alta sociedad. Más de 27,000 fotografías, de las cuales se publicaron unas 1,000 en la revista, representaron un aprendizaje invaluable para Kubrick pero también la oportunidad de crear un estilo: sus elementos son una impresión de espontaneidad, el uso de luz natural, una gran audacia para la composición y una actitud irónica, capaz de contradecir con las imágenes los lugares comunes sobre los que fotografiaba. Los famosos perdían algo de su glamour, mientras que la gente común revelaba un poco más de quiénes eran y cómo vivían.


Por ejemplo, la imagen de Besty von Fürstenberg (Nueva York, 1950), socialitede origen alemán y aspirante a actriz, en una pose un poco ridícula que anticipa su carrera discreta, mediocre, en el mundo del espectáculo, muy por debajo de las aspiraciones que el artículo de Look sobre ella anunciaba en su día. En contraste, la foto del anónimo lustrador de zapatos (Nueva York, 1947) exhibe sus humildes herramientas de trabajo pero muestra una actitud menos impostada: orgullosa y despreocupada a la vez, como anticipando más de una imagen famosa de James Dean. Entre ambas podría colocarse la foto de tres hombres en una nave industrial (Berkeley, 1948), donde las luces y las sombras acompañan el contraste en la limpieza de las vestimentas y la suciedad circundante, entre la apariencia arrogante de los rostros y el espacio que reduce los cuerpos. ¿No da la impresión de ser una toma descartada deDr. Insólito o de 2001? Como en esas películas, la foto condensa una mirada irónica sobre la arrogancia de la especie humana y su confianza —casi siempre excesiva— en su poder y su tecnología.


Kubrick renunció a su trabajo en Look para comenzar a hacer películas. La primera de todas, un corto titulado El día de la pelea (1951), se basó directamente en un reportaje que había hecho para la revista acerca de Walter Cartier, boxeador de poca monta. Para entonces ya estaba formado como un gran artista visual, y ya sabemos qué pasó después.















ALBERTO CHIMAL

09 de Mayo 2014


La Liga Mexicana 


Los historietistas británicos Alan Moore (guión) y Kevin O’Neill (dibujo) publican desde fines de los años noventa una serie titulada The League of Extraordinary Gentlemen (conocida en español como La liga de los Hombres Extraordinarios o La Liga Extraordinaria). En ella, personajes de diferentes obras de ficción “popular” del siglo XIX, desde el explorador Allan Quatermain hasta el Capitán Nemo, se unen para formar un grupo, como parodia de "equipos" de superhéroes como los que aparecen en Los Vengadores o la Liga de la Justicia, pero también incorporando toda clase de referencias de la literatura, el cine la televisión y la cultura popular en general para ambientar las aventuras del grupo en un mundo alterno: un universo de la imaginación que replica y a la vez expande el de sus lectores.

En la liga de Moore, Mina Murray, Allan Quatermain, el señor Hyde y el Capitán Nemo, respectivamente creados por Bram Stoker, H. Rider Haggard, Robert L. Stevenson y Julio Verne.

Hace algunos días, una persona me dejó este mensaje por medio del servicio ask.fm:

Si hicieran una “liga de hombres extraordinarios” de México, a quien meterias tu ? Obviamente de ley estaría kustos

Yo lo pensé un poco (desde luego me halagó la referencia a mi personaje Horacio Kustos; qué puedo decir) y respondí lo siguiente:

Estaría buenísimo. :) Veamos… Una alineación que se me ocurre en el momento:



1. Horacio Kustos, explorador



2. El Conde de Saint-Germain, inmortal (viene en un cuento muy divertido de Fernando de León)



3. Xanto, luchador y superhéroe (de José Luis Zárate)


4. Andrea Mijangos, detective ruda (de Bef)

5. Gaspar Dódolo, cartógrafo enciclopédico (de Hugo Hiriart)

6. Fulvio, vampiro dark (de Andrés Acosta)

7. Nina Complot, anarquista (de Karen Chacek)

Fue una lista hecha deprisa pero con la idea de cumplir con algunos criterios generales: son personajes a) de autores mexicanos vivos, b) cercanos a la aspiración imaginativa y aventurera de los personajes reciclados por Moore y que c) pueden, al modo de la Liga Extraordinaria, imaginarse juntos en una narración de aventuras. Al parecer, éste es un juego que lectores y aficionados de habla inglesa han jugado en muchas ocasiones, con personajes de diferentes épocas de la literatura, el cine y la televisión. ¿Por qué no hacerlo aquí también?

Para expandir las referencias, agrego ahora que la versión de Saint-Germain de Fernando de León proviene del cuento "La noche de los inmortales"; Xanto es, por supuesto, derivado y parodia de El Santo, como lo imagina Zárate en la novela Xanto. Novelucha libre; Andrea Mijangos ha aparecido en las novelas policiacas Hielo negro y Cuello blanco de Bef; Gaspar Dódolo aparece en la novela Cuadernos de Gofa de Hiriart; Fulvio es el protagonista de Olfato y Subterráneos, novelas de Andrés Acosta, y Nina Complot aparece en la novela del mismo título de Karen Chacek.

Alan Moore elabora, a lo largo de las entregas de la serie, una historia milenaria de su Liga, con diferentes integrantes en diferentes épocas, todos tomados de los periodos correspondientes de la ficción en la que el escritor se concentra (y que básicamente es de origen europeo y estadounidense). Para mi versión del juego, no pensé demasiado de los "antecedentes" de mi liga, pero sí escribí:

La liga habría sido instituida por Soledad, princesa y heroína [de la extraordinaria novela Loba de Verónica Murguía] en la Edad Media, y trasladada a México por el Gran Reformador, viajero del tiempo [del cuento "Crónica del Gran Reformador" de Héctor Chavarría, clásico de la ciencia ficción mexicana].

El villano sería el hombre de los 50 Libros [la única excepción a la regla de los autores vivos: el personaje más extraño y perverso del libro La noche, de Francisco Tario], acompañado por Moisés y Gaspar [del cuento del mismo título de Amparo Dávila], invasores misteriosos y sin forma.

Puse en Twitter un enlace a la lista porque me divirtió. La vio el escritor y crítico Luis Reséndiz y propuso la lista de otra liga posible, con personajes más "clásicos" de la cultura mexicana:

  • Filiberto García (el detective de Complot mongol de Rafael Bernal)
  • El Santo (la base del Xanto de Zárate, por supuesto, y popularísimo en películas, cómics y la lucha libre durante el siglo XX)
  • Héctor Belascoarán Shayne (el detective de las novelas de Paco Ignacio Taibo II)
  • Kalimán (de la radio y los cómics, que en su día fueron los más populares de la historia de, cuando menos, América Latina)
  • Aura (de la novela corta de Carlos Fuentes)

Y el juego puede seguir. Lo que quisiera subrayar aquí es lo siguiente: el juego puede jugarse con personajes mexicanos, lo que da a pensar que la ficción producida en este país no es tan pobre, ni tan uniforme, como algunos quisieran creer. Hay un depósito al que no siempre recurrimos en nuestra propia imaginación (o en las muchas posibilidades de la imaginación que se han dado en el territorio y las culturas que llamamos mexicanos) y que podría servir para contar(nos) muchas historias, para darle sentido a lo que necesitemos decirnos.

Para terminar, agradezco que Bernardo Fernández Bef, dibujante e historietista además de escritor, se animara a dibujar la "liga mexicana" que inventé:




ALBERTO CHIMAL

25 de Abril 2014


La obra del venezolano José Antonio Ramos Sucre (1890-1930) suele estar clasificada como poesía en prosa. Sin embargo, sus textos pueden leerse, en la actualidad, de una forma distinta: como precursores de la minificción (o el microrrelato). Sobre todo, las casi-narraciones de Ramos Sucre se asemejan a algunas de las corrientes más experimentales de la narrativa brevísima que actualmente se encuentran en internet. Ramos Sucre se adelanta a los microrrelatistas actuales en el interés por evocar imágenes poderosas con un mínimo de recursos, en el hacer referencias a conocimientos y tradiciones compartidas más allá del propio texto, y sobre todo en la manera en la que hace a un lado la búsqueda de la tensión dramática, propia del cuento clásico, y usa la prosa en cambio para crear atmósferas sugerentes, acontecimientos que parecen quedar suspendidos antes de cualquier resolución posible y también otros que se siguen unos a otros sin atender a la lógica estricta de la causalidad..., como los sueños, pero también como en el caos del mundo cotidiano. Ya se sabe que en la escritura breve los géneros tradicionales se difuminan y se superponen.
Reproduzco aquí la selección de textos de Las formas del fuego (1929) realizada por Katyna Henríquez para la colección Material de Lectura de la UNAM.

LAS FORMAS DEL FUEGO (selección)


José Antonio Ramos Sucre

El mandarín

Yo había perdido la gracia del emperador de China.

No podía dirigirme a los ciudadanos sin advertirles de modo explícito mi degradación.
Un rival me acusó de haberme sustraído a la visita de mis padres cuando pulsaron el tímpano colocado a la puerta de mi audiencia.

Mis criados me negaron a los dos ancianos, caducos y desdentados, y los despidieron a palos.

Yo me prosterné a los pies del emperador cuando bajaba a su jardín por la escalera de granito. Recuperé el favor comparando su rostro al de la luna.

Me confió el develamiento y el gobierno de un distrito lejano, en donde habían sobrevenido desórdenes. Aproveché la ocasión de probar mi fidelidad.

La miseria había soliviantado los nativos. Agonizaban de hambre en compañía de sus perros furiosos. Las mujeres abandonaban sus criaturas a unos cerdos horripilantes. No era posible roturar el suelo sin provocar la salida y la difusión de miasmas pestilentes. Aquellos seres lloraban en el nacimiento de un hijo y ahorraban escrupulosamente para comprarse un ataúd.
Yo restablecí la paz descabezando a los hombres y vendiendo sus cráneos para amuletos. Mis soldados cortaron después las manos de las mujeres.

El emperador me honró con su visita, me subió algunos grados en su privanza y me prometió la perdición de mis émulos.

Sonrió dichosamente al mirar los brazos de las mujeres convertidos en bastones.
Las hijas de mis rivales salieron a mendigar por los caminos.

La verdad

La golondrina conoce el calendario, divide el año por el consejo de una sabiduría innata. Puede prescindir del aviso de la luna variable.

Según la ciencia natural, la belleza de la golondrina es el ordenamiento de su organismo para el vuelo, una proporción entre el medio y el fin, entre el método y el resultado, una idea socrática.

La golondrina salva continentes en un día de viaje y ha conocido desde antaño la medida del orbe terrestre, anticipándose a los dragones infalibles del mito.

Un astrónomo desvariado cavilaba en su isla de pinos y roquedos, presente de un rey, sobre los anillos de Saturno y otras maravillas del espacio y sobre el espíritu elemental del fuego, el fósforo inquieto. Un prejuicio teológico le había inspirado el pensamiento de situar en el ruedo del sol el destierro de las almas condenadas. Recuperó el sentimiento humano de la realidad en medio de una primavera tibia. Las golondrinas habituadas a rodear los monumentos de un reino difunto, erigidos conforme una aritmética primordial, subieron hasta el clima riguroso y dijeron al oído del sabio la solución del enigma del universo, el secreto de la esfinge impúdica.

El rajá

Yo me extravié, cuando era niño, en las vueltas y revueltas de una selva. Quería apoderarme de un antílope recental. El rugido del elefante salvaje me llenaba de consternación. Estuve a punto de ser estrangulado por una liana florecida.

Más de un árbol se parecía al asceta insensible, cubierto de una vegetación parásita y devorado por las hormigas.

Un viejo solitario vino en mi auxilio desde su pagoda de nueve pisos. Recorría el continente dando ejemplos de mansedumbre y montado sobre un búfalo, a semejanza de Lao-Tsé, el maestro de los chinos.

Pretendió guardarme de la sugestión de los sentidos, pero yo me rendía a los intentos de las ninfas del bosque.

El anciano había rescatado de la servidumbre a un joven fiel. Lo compadeció al verlo atado a la cola del caballo de su señor.

El joven llegó a ser mi compañero habitual. Yo me divertía con las fábulas de su ingenio y con las memorias de su tierra natal. Le prometí conservarlo a mi lado cuando mi padre, el rey juicioso, me perdonase el extravío y me volviese a su corte.

Mi desaparición abrevió los días del soberano. Sus mensajeros dieron conmigo para advertirme su muerte y mi elevación al solio.

Olvidé fácilmente al amigo de antes, secuaz del eremita. Me abordó para lamentarse de su pobreza y declararme su casamiento y el desamparo de su mujer y de su hijo.
Los cortesanos me distrajeron de reconocerlo y lo entregaron al mordisco sangriento de sus perros.

Rúnica

El rey inmoderado nació de los amores de su madre con un monstruo del mar. Su voz detiene, cerca de la playa, una orca alimentada del tributo de cien doncellas.

Se abandona, durante la noche, al frenesí de la embriaguez y sus leales juegan a herirse con los aceros afilados, con el dardo de cazar jabalíes, pendiente del cinto de las estatuas épicas.

El rey incontinente se apasiona de una joven acostumbrada a la severidad de la pobreza y escondida en su cabaña de piedras. Se embellecía con las flores del matorral de áspera crin.

La joven es asociada a la vida orgiástica. Un cortesano dicaz añade una acusación a su gracejo habitual. El rey interrumpe el festín y la condena a morir bajo el tumulto de unos caballos negros.

La víctima duerme bajo el húmedo musgo.

La caza

La duquesa guarda, montada a caballo, una actitud pudorosa y gentil. Increpa al azor aferrado en el puño y lo despide en seguimiento de un ave indistinta.

El azor dibuja un vuelo indeciso y acierta con el rumbo.

La belleza de la señora me distrae de seguir el curso de la caza. Resalta de lleno en el campo uniforme.

Yo recojo del suelo y oculto recatadamente un chapín de cordobán, escapado de su pie.
La duquesa nota la pérdida en una tregua de la activa diversión.

Me abstengo de contestar sus preguntas inquietas, donde se traspinta el enfado. Un paje saca a plaza la vergüenza de mi hurto.

La duquesa ríe donosamente al adivinar la señal de una pasión en el más intonso de sus villanos.

El reino de los cabiros

Unas aves negras y de ojos encarnizados se alojaban entre los mármoles derruidos. Infligían la afrenta de las harpías soeces. Andaban a saltos menudos y alzaban un vuelo inelegante.
La vega de la ciudad abundaba en arbustos malignos citados, para memoria de la venganza y de la amargura, en más de un libro sapiencial.

Un busto de mirada absorta, ceñido de una guirnalda de yedra, se alzaba a cada momento sobre su pedestal roto. El suelo de los jardines violados había dado albergue, un siglo antes, a las víctimas de una histórica epidemia.

La luz del día regurgitaba de una rotura del globo del sol, y la noche, duradera cual las del invierno, estaba a cargo de un astro, de orbe incompleto y de través.

Unos hombrecillos deformes brotaban del suelo, en medio del sopor nocturno. Salían por una apertura semejante al escotillón de un tablado. Sus ojos eran oblicuos y el cabello lacio y espeso invadía la angosta zona de la frente. Respondieron a mi interpelación valiéndose de un gesto lúbrico y hube de asestarles el puño sobre la faz dura, como de piedra. La mano me sangra todavía.

Yo no contaba otra amistad sino la de una mujer desconsolada, atenta a mi bien y a las memorias de un mundo superior. No sabría decir su nombre. Yo olvidaba, en el principio de cada mañana, su discurso.

Ella misma me puso en el camino del mar y me señaló una estrella sin ocaso.
A poco de soltar las velas al viento próspero, vi alzarse, desde el sitio donde me había despedido con lamentos, una interminable espiral de humo.

La ciudad de las puertas de hierro

Yo rastreaba los dudosos vestigios de una fortaleza edificada, tres mil años antes, para dividir el suelo de dos continentes. Las torres se elevaban muy poco sobre las murallas, conforme la costumbre asiática. La antigüedad de aquella arquitectura se declaraba por la ausencia del arco.

El paso de Alejandro, el vencedor de los persas, había difundido en aquel país un rumor imperecedero.

Yo observé, desde un mirador de las ruinas, la disputa de Sergio y de Miguel, dos haraganes de origen ruso. Se les acusaba de haber asesinado y despojado a un caballero, cuando lo guiaban a través de un páramo. Se apropiaban las reses heridas por los cazadores del vecindario. Superaban la perfidia del judío y del armenio.

Miguel se retiró después de infligir a su adversario un golpe funesto y se encerró en la hostería donde yo me había alojado. Ninguna otra persona se había dado cuenta del caso.
El herido murió la noche de ese mismo día, profiriendo injurias y maldiciones. Miguel no podía, a tan larga distancia, conciliar el sueño y llamaba a voces los compañeros de alojamiento para salvarse de alucinaciones constantes. Yo contribuí a serenarlo y lo persuadí a esperar, sin temor, hasta la mañana.
Lo dejamos solo cuando empezaba a dormirse.
Volvimos a su presencia después de entrado el día. Lo encontramos ahogado por unas manos férreas, distintas de las suyas.

Carnaval

Una mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible obsede mi pensamiento. Un pintor septentrional la habría situado en el curso de una escena familiar, para distraerse de su genio melancólico, asediado por figuras macabras.

Yo había llegado a la sala de la fiesta en compañía de amigos turbulentos, resueltos a desvanecer la sombra de mi tedio. Veníamos de un lance, donde ellos habían arriesgado la vida por mi causa.

Los enemigos travestidos nos rodearon súbitamente, después de cortarnos las avenidas. Admiramos el asalto bravo y obstinado, el puño firme de los espadachines. Multiplicaban, sin decir palabra, sus golpes mortales, evitando declararse por la voz. Se alejaron, rotos y mohínos, dejando el reguero de su sangre en la nieve del suelo.

Mis amigos, seducidos por el bullicio de la fiesta, me dejaron acostado sobre un diván. Pretendieron alentar mis fuerzas por medio de una poción estimulante. Ingerí una bebida malsana, un licor salobre y de verdes reflejos, el sedimento mismo de un mar gemebundo, frecuentado por los albatros.

Ellos se perdieron en el giro del baile.

Yo divisaba la misma figura de este momento. Sufría la pesadumbre del artista septentrional y notaba la presencia de la mujer de facciones imperfectas y de gesto apacible en una tregua de la danza de los muertos.

ALBERTO CHIMAL

Sólo porque sí, otro cuento de Ambrose Bierce (que ya había aparecido en este sitio en 2009 con otro cuento: “Mi crimen favorito”). Es un lugar común decir que “An Inhabitant of Carcosa”, recogido inicialmente en la colección de cuentos Can Such Things Be? (1893), es uno de los precursores de los “Mitos de Cthulhu” de H. P. Lovecraft; puede ser más interesante notar que es precursor directo del libro El rey de amarillo de Robert W. Chambers (1895), famoso en la actualidad por haber inspirado parte importante de la serie televisiva True Detective. El camino de las influencias puede ser enredado; siempre es largo.

UN HABITANTE DE CARCOSA

Ambrose Bierce

Ambrose Bierce

“Existen diversas clases de muerte. En algunas, el cuerpo perdura, en otras se desvanece por completo con el espíritu. Esto solamente sucede, por lo general, en la soledad (tal es la voluntad de Dios), y, no habiendo visto nadie ese final, decimos que el hombre se ha perdido para siempre o que ha partido para un largo viaje, lo que es de hecho verdad. Pero, a veces, este hecho se produce en presencia de muchos, cuyo testimonio es la prueba. En una clase de muerte el espíritu muere también, y se ha comprobado que puede suceder que el cuerpo continúe vigoroso durante muchos años. Y a veces, como se ha testificado de forma irrefutable, el espíritu muere al mismo tiempo que el cuerpo, pero, según algunos, resucita en el mismo lugar en que el cuerpo se corrompió.”

Meditando estas palabras de Hali (Dios le conceda la paz eterna), y preguntándome cuál sería su sentido pleno, como aquel que posee ciertos indicios, pero duda si no habrá algo más detrás de lo que él ha discernido, no presté atención al lugar donde me había extraviado, hasta que sentí en la cara un viento helado que revivió en mí la conciencia del paraje en que me hallaba. Observé con asombro que todo me resultaba ajeno. A mi alrededor se extendía una desolada y yerma llanura, cubierta de yerbas altas y marchitas que se agitaban y silbaban bajo la brisa del otoño, portadora de Dios sabe qué misterios e inquietudes. A largos intervalos, se erigían unas rocas de formas extrañas y sombríos colores que parecían tener un mutuo entendimiento e intercambiar miradas significativas, como si hubieran asomado la cabeza para observar la realización de un acontecimiento previsto. Aquí y allá, algunos árboles secos parecían ser los jefes de esta malévola conspiración de silenciosa expectativa.

A pesar de la ausencia del sol, me pareció que el día debía estar muy avanzado, y aunque me di cuenta de que el aire era frío y húmedo, mi conciencia del hecho era más mental que física; no experimentaba ninguna sensación de molestia. Por encima del lúgubre paisaje se cernía una bóveda de nubes bajas y plomizas, suspendidas como una maldición visible. En todo había una amenaza y un presagio, un destello de maldad, un indicio de fatalidad. No había ni un pájaro, ni un animal, ni un insecto. El viento suspiraba en las ramas desnudas de los árboles muertos, y la yerba gris se curvaba para susurrar a la tierra secretos espantosos. Pero ningún otro ruido, ningún otro movimiento rompía la calma terrible de aquel funesto lugar.

Observé en la hierba cierto número de piedras gastadas por la intemperie y evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ángulos diversos, pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lápidas funerarias, aunque las tumbas propiamente dichas no existían ya en forma de túmulos ni depresiones en el suelo. Los años lo habían nivelado todo. Diseminados aquí y allá, los bloques más grandes marcaban el sitio donde algún sepulcro pomposo o soberbio había lanzado su frágil desafío al olvido. Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto me parecían tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan descuidado y abandonado, que no pude más que creerme el descubridor del cementerio de una raza prehistórica de hombres cuyo nombre se había extinguido hacía muchísimos siglos.

Sumido en estas reflexiones, permanecí un tiempo sin prestar atención al encadenamiento de mis propias experiencias, pero después de poco pensé: “¿Cómo llegué aquí?”. Un momento de reflexión pareció proporcionarme la respuesta y explicarme, aunque de forma inquietante, el extraordinario carácter con que mi imaginación había revertido todo cuanto veía y oía. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre repentina me había postrado en cama, que mi familia me había contado cómo, en mis crisis de delirio, había pedido aire y libertad, y cómo me habían mantenido a la fuerza en la cama para impedir que huyese. Eludí vigilancia de mis cuidadores, y vagué hasta aquí para ir… ¿adónde? No tenía idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudad donde vivía, la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

En ninguna parte se oía ni se veía signo alguno de vida humana. No se veía ascender ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningún perro guardián, ni el mugido de ningún ganado, ni gritos de niños jugando; nada más que ese cementerio lúgubre, con su atmósfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. ¿No estaría acaso delirando nuevamente, aquí, lejos de todo auxilio humano? ¿No sería todo eso una ilusión engendrada por mi locura? Llamé a mis mujeres y a mis hijos, tendí mis manos en busca de las suyas, incluso caminé entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.

Un ruido detrás de mí me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se acercaba. Me vino un pensamiento: “Si caigo aquí, en el desierto, si vuelve la fiebre y desfallezco, esta bestia me destrozará la garganta.” Salté hacia él, gritando. Pasó a un palmo de mí, trotando tranquilamente, y desapareció tras una roca.

Un instante después, la cabeza de un hombre pareció brotar de la tierra un poco más lejos. Ascendía por la pendiente más lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se distinguía de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises. Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tenía los cabellos en desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra, una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con precaución, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.

Esta extraña aparición me sorprendió, pero no me causó alarma. Me dirigí hacia él para interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abordé con el familiar saludo:

—¡Que Dios te guarde!

No me prestó la menor atención, ni disminuyó su ritmo.

—Buen extranjero —proseguí—, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a Carcosa.

El hombre entonó un bárbaro canto en una lengua desconocida, siguió caminando y desapareció.

Sobre la rama de un árbol seco un búho lanzó un siniestro aullido y otro le contestó a lo lejos. Al levantar los ojos vi a través de una brusca fisura en las nubes a Aldebarán y las Híadas. Todo sugería la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el búho. Y, sin embargo, yo veía… veía incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Veía, pero evidentemente no podía ser visto ni escuchado. ¿Qué espantoso sortilegio dominaba mi existencia?

Me senté al pie de un gran árbol para reflexionar seriamente sobre lo que más convendría hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero aún guardaba cierto resquemor acerca de esta convicción. No tenía ya rastro alguno de fiebre. Más aún, experimentaba una sensación de alegría y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de exaltación física y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me parecía una sustancia pesada, y podía oír el silencio.

La gruesa raíz del árbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprimía una losa de piedra que emergía parcialmente por el hueco que dejaba otra raíz. Así, la piedra se encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus aristas estaban desgastadas; sus ángulos, roídos; su superficie, completamente desconchada. En la tierra brillaban partículas de mica, vestigios de su desintegración. Indudablemente, esta piedra señalaba una sepultura de la cual el árbol había brotado varios siglos antes. Las raíces hambrientas habían saqueado la tumba y aprisionado su lápida.

Un brusco soplo de viento barrió las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lápida. Distinguí entonces las letras del bajorrelieve de su inscripción, y me incliné a leerlas. ¡Dios del cielo! ¡Mi propio nombre…! ¡La fecha de mi nacimiento…! ¡y la fecha de mi muerte!

Un rayo de sol iluminó completamente el costado del árbol, mientras me ponía en pie de un salto, lleno de terror. El sol nacía en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme disco rojo y el árbol, pero ¡no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!

Un coro de lobos aulladores saludó al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros, solos y en grupos, en la cima de los montículos y de los túmulos irregulares que llenaban a medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta de que eran las ruinas de la antigua y célebre ciudad de Carcosa.

***
Tales son los hechos que comunicó el espíritu de Hoseib Alar Robardin al médium Bayrolles.

28 de Marzo 2014


ALBERTO CHIMAL

Para este mes, un cuento de la escritora mexicana Karen Chacek (1972), autora con una prosa muy especial que se ha dedicado sobre todo al guión y la literatura infantil y juvenil. En textos como “Azul infinito”, sin embargo, revela también una veta más oscura e intrigante. Entre su obra publicada destacan Una mascota inesperada (2007), Nina Complot(2009) y La cosa horrible (2011). Pronto aparecerá su novela La caída de los pájaros.

Karen Chacek


AZUL INFINITO

Karen Chacek
Edgar Lee Vargas cruza la puerta del despacho sin dar el Buenos días a nadie. Todos en la agencia le abren paso, saben que llegó tarde y que atravesarse en su camino en este momento podría costarles el puesto.

Edgar Lee Vargas sube a zancadas la escalera y se encierra en el cuarto de bodega, como lo ha hecho los últimos ocho miércoles entre las diez y las doce del día.

Su asistente se apresura en preparar un doble expreso del número 4.

Edgar Lee Vargas, el director creativo de la agencia de publicidad Dulce vida, deja su computadora portátil sobre la silla plegable y se da prisa para llegar a la ventana y oprimir el botón de grabar en la mini cámara que sujeta en la mano.

Su asistente entra silenciosa al cuarto, carga la taza de café y una servilleta. Lo ve montar guardia en la ventana como francotirador con su objetivo en la mirilla. No se anima a interrumpirlo y tampoco se decide dónde dejar el café y la servilleta.

La mini cámara de Edgar Lee Vargas graba los movimientos tardos de ese joven Adonis con parálisis cerebral, quien cada miércoles, viernes y lunes gusta de sentarse en la terraza de la cafetería de enfrente, ordenar un capuchino con mucha espuma y entretenerse, por el tiempo que le dure media cajetilla de cigarros, fabricando formas caprichosas con el humo del tabaco. Después regresa a su casa y duerme hasta la hora de la comida.

En la mesa de la cocina, su lugar favorito es la silla con vista al azul infinito de la pantalla en la puerta del refrigerador. La sirvienta de la casa le sirve un plato de arroz con pollo y le acaricia la cabeza, mientras lo acompaña paciente a masticar cada bocado treinta y cuatro veces.

El joven Adonis acaba de cumplir veintinueve años, está enamorado de su sirvienta, de las flores electrónicas en el jarrón rojo y del olor a tortilla quemada.

En el cuarto de bodega de la agencia, Edgar Lee Vargas chasquea los dedos para capturar la atención de su asistente. Ella se acerca tímida, sin soltar la taza de café y la servilleta. Él le ordena citar a Parra en la tarde.

—Si es necesario que lo saques de algún llamado, hazlo —le dice.

Parra es el Director de Arte más cotizado de la industria televisiva. Hoy en la tarde, Edgar Lee Vargas le pedirá que construya en la entrada trasera de la agencia una terraza idéntica a la del café de enfrente. Planea con eso atraer al joven Adonis y a fuerza de espuma de capuchinos convencerlo de permitirle conectar a su cabeza una máquina lectora de imágenes.

El oráculo numérico que adorna el escritorio de diseño italiano de Edgar Lee Vargas, le vaticinó anoche que hacer aquello será su mayor golpe de suerte en años: la agencia ganará cifras millonarias, premios y fama internacional con sus futuras campañas publicitarias, inspiradas en las imágenes mentales de un galante fumador compulsivo con parálisis cerebral y afición por la espuma de los capuchinos.

Lo que el oráculo nunca le dijo a Edgar Lee Vargas, fue que las multipremiadas creaciones venideras le impedirán volver a conciliar el sueño sin la ayuda de algún narcótico. Y es que, los cientos de archivos que serán hurtados de la imaginería del joven Adonis y almacenados después en la memoria de la máquina lectora, remiten a una sola pregunta: “¿A qué diablos he venido al mundo?”


ALBERTO CHIMAL

Manda fuego

Es una antología personal: una reunión de algo de lo mejor de la obra de Alberto Chimal como escritor de cuentos, complementada por un prólogo del escritor mexicano Édgar Omar Avilés y por un disco compacto, incluido con cada ejemplar, que contiene seis grabaciones de cuentos de Chimal en la voz de su propio autor. Los cuentos seleccionados para el disco son “ La catarata”, ”Mesa con mar”, “Álbum”, “Manda fuego”, “La partida” y “Se ha perdido una niña”.

La frase “Manda fuego”, proveniente de una canción religiosa, es una invocación a la divinidad y, en el relato que da título a este libro, también una broma cósmica, a la vez hilarante y terrible. Como la vida. Igual que esa narración, la obra entera de Alberto Chimal –que se ha centrado en la novela y sobre todo en el cuento– ha tratado el encuentro de lo ordinario con lo extraordinario y del ser humano con los límites de su propia existencia. Esta antología de su obra breve pasa por lo fantástico, en la forma peculiar que el escritor le da y que él mismo llama “literatura de imaginación”, y llega hasta el realismo e, incluso, la autoficción. Este libro, que circulará de forma limitada, es parte de la colección Summa de Días, que ofrece textos y grabaciones de autores destacados del Estado de México.

Del prólogo de Édgar Omar Avilés:


Alberto Chimal es de la estirpe a la que pertenecen Kafka, Lovecraft o Philip K. Dick: autores de grandes historias que a su vez son parte de una obra, la cual continúan hasta que desencarnan. Como su lector, sólo me es dado atisbar indicios (Alberto lo debe de tener más razonado o intuido) y de ellos entreveo que la premisa vital, la búsqueda que genera y mueve su obra y su vida como creador, se podría expresar de esta manera: el asombro como salvación y lucha contra el poder y el destino.


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