martes, 11 de febrero de 2014

"MÉXICO ES UN PAÍS DONDE PASAN COSAS TERRORÍFICAS"



Sonríe siempre Elena Poniatowska. “Porque tengo hacia los demás una actitud de bienvenida”.

Aquí está, “con las perlas de mi mamá”, coronada con el premio mayor de las letras, el Cervantes, repartiendo el parabién de su presencia con la delicadeza de un pajarillo montaraz; detrás de esta presencia benévola hay una periodista cuyo coraje han conocido los mandamases mexicanos, desde aquel presidente Díaz Ordaz (a quien ella bautizó como “la araña”) investido por la historia como el criminal de Tlatelolco, la matanza de estudiantes ocurrida en 1968 en la plaza de ese nombre.

Con esa apariencia de dama noble de una monarquía (descendiente de un rey polaco, ella podría haber sido princesa), desafió a los sucesivos presidentes, se hizo uno de los voceros (con Saramago, con Monsiváis, con Vázquez Montalbán) del Subcomandante Marcos, visitó cárceles para animar a los presos y le ha preguntado a todo dios con una audaz insolencia. “Mi sonrisa los desarma, debe de ser”.

Esa sonrisa es un emblema que se eleva a su rostro cuando se le habla de su niñez en París, donde nació. “Hay gente a la que le ves sus ojos de niña durante mucho tiempo; a otros no se les ve, no puedes adivinar cómo fueron de niños… En mi caso es lo primero que se ve, y se ve mucho más porque toda la vida estoy sonriendo”.

–También tendrá momentos bajos.

–Claro. Porque este es un país difícil en el que ocurren muchas cosas terroríficas que te marcan, entristecen y te quitan el sueño.


Elena Poniatowska con Gabriel García Márquez, en una foto de su álbum personal.

La sonrisa bajo un cielo oscuro. Matanzas, asesinatos, Tlatelolco, Colosio, Juárez, el narco. Esa es la novela triste de México. Devastación e injusticia en un país tan alegre. El cielo azul, la canción y su tristeza.

Lo ha contado en sus crónicas, como Carlos Monsiváis, su amado amigo ya fallecido, no se ha callado; sus mandobles son hachazos radicales. “Es la sombra de México. Yo vivo al lado de un parque que se llama La Bombilla y no sé la cantidad de indigentes que duermen ahí a pesar del frío y de la lluvia. Tienen un cartón, se envuelven en una cobija y duermen al pie del monumento a Obregón, el de la famosa revolución que a ellos no les hizo justicia”.

Eso ocurre también en Europa. “Sí, lo sé; hay pobreza bajo los puentes de París, y en el metro se ven cosas terribles, pero es la pobreza de lo que en Francia llaman la decadencia. Pero aquí es la pobreza de los que nunca tuvieron la más mínima oportunidad”. ¿Y qué pasa para que se vaya a la Luna o se crea esa atosigante retícula que es Internet y, sin embargo, no llegue el final del hambre?

Elena habla moviendo la cabeza, su pelo blanco, sus manos pecosas y sosegadas, sus ojos azules y su sonrisa subiendo y bajando de la cara. Compartió su vida con un astrónomo, Guillermo Haro, y a su memoria acude para tratar de entender este drama que distribuye más la necesidad que la riqueza. “No sé, tampoco quisiera caer en lo que dice la gente: ¡para qué tanto modernismo! Guillermo Haro fue un científico, un observador de estrellas, quizá él te hubiera explicado por qué avanza la ciencia y no se detiene la miseria… Yo viví diez años en Francia, y nunca me golpeó para nada la miseria. Era una niña privilegiada que vivía cerca del Sena, en una casa inmensa que ahora es la Embajada de Turquía. Viví en el privilegio, nunca vi nada que me espantara. Y en México, a cada momento ves cosas que te espantan. Y en América Latina pasa igual”.

Desde antes de Tlatelolco ella advierte de esas heridas. Su periodismo es de la calle; pregunta como una niña perdida, por necesidad y sin vergüenza. “Cuando eres periodista, caminas al aire y ves cosas que no percibes en la redacción. Bajo el maravilloso sol de México, que los pintores dicen que es la luminosidad absoluta, hay injusticias terribles y pobreza. Yo crecí viendo eso”.

Monsiváis le dijo que ya no leía novelas. Y ella lee pocas, “porque ahí está la realidad, diciendo cosas horribles. Por eso la crónica es la reina de México; ahí están el propio Monsiváis, Juan Villoro con su maravilloso libro sobre Yucatán, Fabricio Mejía Madrid, Jaime Avilés, José Joaquín Blanco… La crónica es el psicoanálisis de México. Yo escucho y escribo. He hecho millones de entrevistas, siempre he escrito sobre los demás. Siempre. Hasta mis novelas vienen de lo que he preguntado”.


Tlatelolco es el punto culminante de su asombro. En 1968, el mundo estaba harto, soliviantado, de París a México. “Aquí los estudiantes rechazaban la fachada innoble de los Juegos Olímpicos. En medio de la miseria, aquel gasto. Y el Gobierno de Ordaz ordenó disparar sobre la multitud inerme. La crueldad mexicana, de la que hablaron Carlos Fuentes y Octavio Paz, fue tremenda: tiros a quemarropa sobre una plaza encajonada de la que no se podía salir. Y en los hospitales se veía a los estudiantes con heridas en los glúteos, en la espalda, en las piernas. Les disparaban por la espalda”. No resulta extraño que hasta hoy perviva aquel adjetivo que la cronista Poniatowska le puso al responsable de la masacre: araña.

–¿Qué sensación permanece en usted de aquel momento?

–El miedo a que se repita. Y la inocencia y la ingenuidad ante una tragedia que no me podía creer.

Ella era una niña muy bien tratada por la vida, “desayunaba muy bien, comía cerezas en Francia, tenía una hermana muy guapa…, éramos gente superprotegida, y me salió esa rabia insuperable contra la injusticia”. La araña Díaz Ordaz fue enviado de embajador a la España de Franco, Octavio Paz y Carlos Fuentes renunciaron a sus despachos diplomáticos, y la Poniatowska (todo el mundo en México la llama La Poniatowska, e incluso le inventaron un juego de palabras a su nombre: “Poni-a-Tosca, pequeño caballo que va a la ópera”; ella se ríe) siguió contando la hedionda tela que tejió ese insecto sobre el cielo de Tlatelolco.

Sobre la artista Leonora Carrington escribió una novela por la que ganó el Premio Seix Barral (el Alfaguara lo obtuvo por otra obra que evoca a su marido astrónomo). Según Elena, Leonora “no tenía nombre para la felicidad, pero sí lo tuvo para la rebeldía, y se levantó contra la Iglesia, el Estado y la familia”. Y se preguntó Elena: “¿Fue feliz, somos felices?”.

–¿Cuál sería su propia respuesta?

–Somos felices un ratito. Mi mamá decía que la felicidad es un chorrito, se hace grandote un rato y se hace chiquito, como la canción: “Ahí en la fuente había un chorrito, se hacía grandón, se hacía chiquito”. Uno nunca es un rato enorme feliz, es a ratos feliz. Creo que la actitud normal es ver qué va a suceder hoy, qué me va a dar el día y qué le voy a dar al día.


Un libro con una dedicatoria personal de Octavio Paz.

A Carlos Fuentes (“lo cito porque lo extraño”, dice La Poni) le admiraba que Elena alternara su trabajo como periodista, novelista y activista con el cariño y el cuidado de sus hijos. Se quedó viuda muy pronto; los hijos “son mis maestros, de ellos aprendo. Mi hija Paula es una maravillosa crítica literaria. Le dediqué Paseo de la Reforma y le pregunté qué le pareció. Me dijo: “¡Chapa!”, que entre nosotros significa “¡malísima!”. Los hijos me guían, date cuenta de que somos una carreta, en la que ellos van delante, son los caballos, galopan”.

–Son los ponis, pues.

–Son los ponis, porque además son chaparros. Mane, el mayor, es físico, se ocupa de los rayos láser, tiene dos doctorados. Paula te dice lo que te tiene que decir. Y Felipe, que ahora siempre me acompaña, es un enorme apoyo, aquí lo tienes: delante de él me da apuro decir todo lo que significa para mí.

En las manos de Felipe, unos documentales sobre su madre y una cámara con la que la retrata.

Los exiliados españoles son para Elena un importante capítulo. Y no solo los grandes (Max Aub, Luis Buñuel, Manuel Andújar…), sino aquellos españoles pobres “que se quedaron sin patria y aquí conocieron ese desamparo de la miseria”. Buñuel la acompañó una vez a visitar a su amigo Álvaro Mutis a la cárcel de Lecumberri, donde estaba preso el mexicano. “Luis empezó a repartir sus cigarros entre los presos. Le abrieron la celda de los homosexuales. Los carceleros obligaron a vestirse con sus uniformes de presidiarios a los que se vestían como mujeres; a uno que se negó le restregaron la cara con un ladrillo, se la ensangrentaron. A Buñuel le impresionó mucho. Un preso me regaló un hueso de los que ponían en el caldo. Había tallado en él una Virgen de Guadalupe… Luis estaba muy conmovido con todo aquello. Una vez me enseñó su ropero lleno de armas. Para mí era el hombre más bueno de la tierra”.

No es solo la sonrisa, claro; a veces La Poni es la rabia. ¿Cómo concilia en su personalidad ambas actitudes? “Se me hace difícil decirlo. Creo que tengo hacia los demás una actitud de bienvenida. Me viene de hacer entrevistas, de hacerme perdonar las preguntas de los que me recibían seguramente diciendo qué querrá esta chavita, esta tonta. De eso me viene sonreír. Y lo otro, pues lo otro va por dentro. Mi marido sí tenía mucha rabia dentro, mucho coraje. De ahí vino que se empeñara que México tuviera su propia ciencia, que no toda dependiera de los gringos. Luchaba como un león”.

La niña Elena, entre pañales de oro en París. ¿Qué postales le manda esa infancia? “Me manda a mi padre, que estuvo en la Segunda Guerra Mundial, a mi padre ausente, un hombre muy guapo, director de ITT, que tocaba el piano, tímido. También me manda a mi mamá, que venía a darme un beso antes de salir por la noche; en París iba a los bailes, la invitaban los Rothschild, las grandes familias, el príncipe Napoleón y su mujer. Venía por la noche, se inclinaba sobre mí y yo sentía lo bonito que olía su perfume. Pero mi hermana y yo teníamos nuestra vida de niñas, como se acostumbra en Francia. Los papás no estaban tan presentes”.

Cuando ella tenía diez años se embarcaron en el Marqués de Comillas, “donde venían tantos refugiados españoles”, y por primera vez descubrió que su madre era mexicana aunque su abuela era francesa. Ya en tierra firme, con el paso del tiempo, aquella Elena que nació como princesa en París se hizo la voz de los proletarios en México. “No tan princesa, eh. Finalmente el rey del que procedía mi padre era del siglo XVIII, Estanislao Augusto Poniatowski, y yo creo que lo peor del mundo es quedarse en el siglo XVIII”.

No hay un instante de Elena Poniatowska, cuando está con otros, que no lleve en la mirada esa sonrisa de bienvenida.

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