martes, 28 de enero de 2014

CON TINTA SE DESPIDE JOSÉ EMILIO PACHECO

Palabras de homenaje al poeta José Emilio Pacheco
Por Enrique Krauze

Cristina Pacheco y sus hijas, Laura Emilia y Cecilia, me han pedido pronunciar unas palabras para despedir a mi viejo y querido amigo, José Emilio Pacheco. Es un privilegio que agradezco, pero un privilegio muy doloroso. Porque ahora, frente a su muerte sorpresiva, los temas poéticos de José Emilio -la pesadumbre, la melancolía, la desesperanza, el desconsuelo, el paso implacable del tiempo- adquieren una nueva dimensión. Adquieren la dimensión de una profecía cumplida.

Fue José Emilio Pacheco uno de los más altos humanistas literarios de las últimas décadas en nuestro país y nuestra lengua. Practicó todos los géneros con la misma sabiduría, precisión y gracia: la poesía, el cuento, la novela, el ensayo, el artículo erudito, el texto periodístico, la traducción de poesía latina e inglesa. Fue el editor silencioso y eficaz de legendarios suplementos y revistas, y el compilador de excelentes antologías.

Aunque era un maestro cautivante y un conversador amenísimo, su vocación era llegar al público, no solo al lector especializado sino al lector común, que a lo largo de varias décadas acumuló, semana tras semana, las hojas de su “Inventario” por donde desfilaban anécdotas, episodios, biografías, obituarios, recuerdos, escenas de la vida cultural mexicana y universal, vistas siempre bajo ángulos desconocidos o insólitos.

En lo personal –y es a la persona antes que al poeta, a la que quiero rendir homenaje- José Emilio era singularmente caballeroso pero no por un cuidado artificial de las formas sino por una actitud que debió venirle de muy atrás, del México que añoró siempre, una actitud que cabe en una noble palabra ahora en desuso: la palabra decencia. José Emilio era, “en el buen sentido de la palabra, bueno”.

Lo caracterizó una insaciable –casi infantil- curiosidad por descubrir el ancho mundo y, a la vez, el cultivo gozoso de la minucia. Aunque fue prudente y reservado, jamás se retrajo a una torre de marfil: le dolía genuinamente la desigualdad y la pobreza. Y fue testigo sensible del deterioro de su ciudad, de su país, de su cielo. Su juicio político, cuando lo emitía, tenía el valor de la probidad y el equilibrio. Veneró a los viejos, no escatimó el elogio a sus contemporáneos y orientó a las generaciones jóvenes, que leen sus libros con la misma avidez de quienes éramos jóvenes cuando por primera vez se publicaron.

Fue un niño triste y un viejo prematuro. Fue el mejor fruto de las generaciones literarias de México y, al mismo tiempo, el custodio de ese jardín armonioso que alguna vez fue la literatura mexicana.

Como Netzahualcóyotl, su remotísimo ancestro, su poesía es una misma y continua elegía sobre la brevedad de la vida. Bien lo sabemos en El Colegio Nacional, que fue su casa. Aquí impartió sus conferencias, aquí transcurrieron nuestras discusiones, nuestras comidas, nuestras risas. Pero aquí también José Emilio sintió el tiempo fugitivo, y para esta ocasión, acaso, nos dejó esta despedida:

A nuestra antigua casa llega el invierno
Y cruzan por el aire bandadas que emigran.
Luego renacerá la primavera, revivirán las flores que sembraste.
Pero nosotros
Ya nunca más veremos
Ese dulce paraje que fue nuestro.
(Colegio Nacional, 27 de enero de 2014)

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