viernes, 10 de enero de 2014

BLUE JASMINE



Jesús Silva-Herzog Márquez

La mejor película de Allen en muchos años. No puede dejar de verse como la más política.

No hay película de Woody Allen que me decepcione. Algunas me maravillan, otras simplemente me divierten. Por supuesto que su producción es dispareja. Ha filmado películas regulares, películas buenas y películas geniales. No podría ser de otra manera, si durante cuatro décadas ha escrito y dirigido una cinta por año. Pero aún la menos lograda, la más floja de ellas es disfrutable, agradecible. Desde el momento en que se apaga la luz se anuncia el mundo de Allen: el jazz más clásico y los créditos en blanca letra Windsor alargada sobre un fondo negro. Escuchar esa música, reconocer esa tipografía es sonreír al entrar a la casa de un viejo amigo en donde uno reconoce personas, muebles, adornos entrañables. Que los chistes del amigo sean los de siempre, que sus anécdotas, que sus quejas sean las habituales no es fastidioso sino encantador. Ningún director de cine ha logrado generar esa sensación de familiaridad como lo ha hecho Woody Allen.

Blue Jasmine es la mejor película de Allen en muchos años. En esta cinta, el director regresa a Nueva York, su barrio, pero descubre la desigualdad. El psicoanalista se vuelve sociólogo. La película no es otro autorretrato de una élite en el aire sino el cuadro de una élite enfrentada a la penuria que ella misma ha provocado. No puede dejar de verse esta película como la más política de su filmografía: una denuncia de los Madoffs y del país con desigualdad tercermundista. Cuenta la historia de una mujer que se desploma, que se desintegra. No es solamente el cuento de su caída sino más bien, el retrato de su vacío. Vivió a todo lujo en Nueva York de la fortuna de un estafador, empeñada en no ver lo evidente: sus mentiras, sus crímenes, sus engaños. Se vio obligada a refugiarse en San Francisco, con su hermana a la que esnobea constantemente. Jasmine es falsa desde su nombre. La bautizaron Jeanette pero le pareció vulgar y cambió nombre, como si comprara el vestido de un nuevo diseñador.

Con maestría, Allen teje la historia columpiándose entre tiempos y lugares: de Nueva York a San Francisco, de la engañosa prosperidad a la desdicha disfrazada. La actuación de Cate Blanchet como Jasmine es extraordinaria. La actriz logra encarnar a una escultura de elegancia que, en el fondo, es una mujer de arena. Una mujer tan partida en la cúspide como en el abismo. Maniática e insufrible, Jasmine no es nunca ridícula. La actuación de Blanchet le imprime una complejidad al personaje que lo hace cercanísimo. Hay quien ha visto crueldad en este retrato del desmoronamiento. En su comentario para el New York Review of Books, Francine Prose describió la película como una experiencia insoportable: asistir, entre risas del público, al ahogamiento de una mujer. Una cinta snuff en donde una mujer es golpeada, torturada y humillada. No la veo así. No me parece que la película de Woody Allen sea abusiva sino, por el contrario, me parece una cinta particularmente sensible. Jasmine, como otros personajes del director, es un ser humano que encuentra intolerable el mundo, que no logra insertarse en él y que ha tenido que refugiarse en la irrealidad. El naufragio de Jasmine, más que acercamiento a sus delirios, su adicción al vodka y al Xanax, su mitomanía autodestructiva es una constatación de la soledad más profunda. Le habla al aire, no toca el piso, no toca a nadie.

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