jueves, 24 de enero de 2013

ACERCA DE JORGE IBARGÜENGOITIA, INCOMPARABLE SATIRISTA.




INSTRUCCIONES PARA LEER A JORGE. (El Universal, 20 01 13)


Hace casi tres décadas, el 27 de noviembre de 1983, una tragedia aérea acabó con la vida de Jorge Ibargüengoitia, a los 55 años. El accidente, ocurrido en Madrid, truncó la obra del guanajuatense, que este 22 de enero cumpliría 85 años.

En una significativa coincidencia, la vida de Ibargüengoitia comenzó el mismo año en que terminó la de Álvaro Obregón, cuyo asesinato despertó un vívido interés en el escritor y periodista, quien retoma las circunstancias del magnicidio en El atentado, una obra de teatro que, como otros de sus trabajos, satiriza episodios de la Revolución Mexicana.

Con una peculiar vena humorística, Ibargüengoitia parodió también la revuelta escobarista (en el ocaso de la gesta) en su primera novela: Los relámpagos de agosto, ganadora del Premio Casa de las Américas 1964. De la lucha de Independencia partió de la conspiración de Miguel Hidalgo para dar forma a la también novela Los pasos de López.

Pero el guanajuatense (22 de enero de 1928-27 de noviembre de 1983), quien llegó a la ciudad de México aún niño, no sólo desmitificó pasajes de la historia: su obra abarca infinidad de textos periodísticos que revelan su interés por los asuntos de su época.

Debido a la soltura con la que pasaba de un género a otro -teatro, novela, relato, artículo periodístico y cuento infantil- y al singular estilo con el que abordó varios temas, Ibargüengoitia es uno de los autores mexicanos que más ha influido en los escritores nacidos a mediados del siglo XX.

Con motivo de los 85 años del nacimiento de Ibargüengoitia, Juan Villoro, Fabrizio Mejía Madrid, Enrique Serna y Armando González Torres hablan del legado del autor.

El escritor Juan Villoro, coordinador de la revisión crítica de El atentado / Los relámpagos de agosto, sostiene: “Ibargüengoitia entendió, como nadie, que no hay nada más misterioso que la cotidianidad.

Uno de sus libros de crónicas lleva el apropiado título de Misterios de la vida diaria. Cuando se ocupó de temas históricos, reveló que muchas de las gestas que consideramos épicas se debieron a caprichos privados y arrebatos íntimos”.

No obstante la riqueza temática y estilística de la obra del guanajuatense, Villoro ha sostenido que Ibargüengoitia es uno de los escritores menos estudiados de nuestra literatura. Atribuye ese vacío a la solemnidad de la cultura mexicana y a que el humor no se valora como un atributo de la inteligencia.

“Esto ha ido cambiando; poco a poco, nuestro ambiente cultural ha ido entendiendo que la ironía no es sólo una manera de hacer reír, sino de hacer pensar”.

Fabrizio Mejía Madrid, narrador y cronista, coincide en que “Ibargüengoitia rompe con la solemnidad de la tradición literaria mexicana”. Esto, dice, al menos en dos aspectos: el humor y el uso de un lenguaje desparpajado: “El mismo Ibargüengoitia confesó que su modelo literario era Evelyn Waugh, quizás el más relajiento de los escritores británicos. En donde Juan Rulfo ve sombras y montones de piedras, en donde Octavio Paz ve árboles milenarios y explicaciones de la mexicanidad, Ibargüengoitia ve, en cambio, el sainete, el relajo y la chunga. Esa mirada impacta a las siguientes generaciones de escritores, comenzando, me parece, con Juan Villoro”.

Añade: “En Ibargüengoitia se combinan periodismo y literatura. El humor en sus artículos era el mismo que en las novelas, no hay diferencia. Cuando escribe Las muertas, sobre el caso de Las Poquianchis en lo que, ahora es el rancho del ex presidente Vicente Fox, declara que quiso hacer una novela como A sangre fría, de Truman Capote, pero que tuvo que ser humorística porque ‘los testigos, la policía, los jueces, todos, habían sido comprados’”.

Las muertas, inspirada en un sonado caso de lenocinio es la obra maestra de Ibargüengoitia, según varios críticos.

Para el narrador y ensayista Enrique Serna, “Ibargüengoitia era un narrador con una gran intuición para observar la ridiculez humana y la doblez del comportamiento social. Caracterizaba muy bien a sus personajes con unas cuantas pinceladas, y sabía urdir intrigas tragicómicas que bordeaban la farsa, sin rebasar las convenciones de la novela realista. Su enfoque irónico de la existencia y de la realidad mexicana en particular amplió los horizontes de la narrativa mexicana moderna”.

El poeta y ensayista Armando González Torres considera que Ibargüengoitia “deja como legado un tono de humor lúcido y crítico poco cultivado en la literatura mexicana”.

En relación con los recursos que empleó y los temas que abordó, sostiene: “Cultivó los más variados registros del humor, desde la burla abierta hasta el guiño irónico. Su mirada fue muy amplia y lo mismo se ocupó de ridiculizar la Historia de bronce que de criticar amenamente al mundo intelectual y sus vicios y mezquindades”.

De la ingeniería al arte dramático

Jorge Ibargüengoitia estudió ingeniería en la UNAM, pero en 1951 empezó la carrera de arte dramático. Entonces incursionó en la crítica y escritura de teatro como discípulo de Rodolfo Usigli. Así comenzó una carrera prolífica en el mundo de las letras, una obra de la que diversos escritores y periodistas se han nutrido.

Villoro, autor de ¿Hay vida en la tierra?, colección de textos periodísticos que “siguen la estela” de Ibargüengoitia, comenta: “Me gustaría pensar que he aprendido cosas de él, sobre todo en la vena irónica o satírica de algunos de mis artículos. Él es mucho más económico y directo, pero sin duda se trata de mi mayor modelo al escribir artículos que aspiran a ser retratos irónicos de nuestra realidad”.

Villoro, quien seleccionó y prologó la antología de crónicas de Ibargüengoitia Revolución en el jardín, dice que entre los autores que han continuado con la tradición de Ibargüengoitia está Guillermo Sheridan -quien ha compilado artículos periodísticos del guanajuatense en Autopistas rápidas, Instrucciones para vivir en México y La casa de usted y otros viajes-, y Mejía Madrid, quien confiesa: “cuando tengo bloqueos, leo una página de Instrucciones para vivir en México y me salen ideas de novelas”.

En contraste, Serna afirma que nunca se ha propuesto seguir el ejemplo de Ibargüengoitia, pues cree que es inimitable. “Yo tiendo más al humor grotesco y él era más sutil”.

Ibargüengoitia, quien siempre rechazó el mote de humorista y solía tener desencuentros con los asistentes a sus conferencias, fue un escritor riguroso que construía meticulosamente sus historias y personajes, según ha contado su viuda, la pintora inglesa Joy Laville, autora de las portadas de sus libros y Premio Nacional de las Artes 2012.




En Milenio, Jorge F. Hernández, escribió en su columna:


¡Ibargüengoitia, "forever"!


AGUA DE AZAR



2013-01-24 •



Hoy quiero celebrar los 85 años de eterna vida de Jorge Ibargüengoitia, sin importar que a finales de este mismo año tenga que lamentar que se cumplen ya tres décadas de su lamentable fallecimiento. Quiero celebrar en cada uno de sus cuentos la perfecta conjunción de chiste y chisme, sus crónicas incandescentes, sus novelas indispensables, sus artículos mordaces plenos de sarcasmo, ironía e ingenio, sus obras de teatro, sus ojos, papada, sombra, voz y cada uno de sus párrafos de la mejor manera posible: leyéndolo, y cada quien, a su manera, externando las razones de una deuda múltiple.

Mi primera deuda de sincera gratitud con Ibargüengoitia radica en la revelación de su irreverencia ante el pretérito. No en balde, una de las primeras y buenas reseñas que se publicaron sobre Pueblo en vilo, la obra maestra de mi maestro Luis González y González, la escribió precisamente Ibargüengoitia, por lo que, como lector y discípulo, debo mucho al entrañable escritor que nos confirmó que todos los héroes se ven mejor sin el bronce de sus estatuas, que nos enseñó que no todo lo grandote es grandioso, y que también nos hizo imaginar vívidamente al Padre de la Patria azotando de madrugada las puertas de un burdel, o el merengue tropical que tanto agria a cualesquiera de los tiranos latinoamericanos que se creen eternos y absueltos, y a todos los revolucionados de hace un siglo enfangados en un desmadre de mentiras épicas y traiciones institucionales.

Agradezco sinceramente al olvidado reseñista que reprobó la publicación de mi primer libro de cuentos porque le parecía que eran “demasiado ibargüengoitescos”; queriéndome ofender, me hizo el mejor elogio posible, pues efectivamente sigo fiel a la idea de que los relatos de La ley de Herodes se me aparecen en el espejo como joyas del género corto, además de que parecen anécdotas idénticas a las que heredo de familia. Quizá por aquí debí haber empezado: mi familia es de Guanajuato, y aunque la mayoría de mis parientes poblaron León (Donde hay muchísima gente, pero muy pocas personas), hubo un ayer en el que, por expropiaciones y reformas agrarias, mis abuelos tuvieron que cargar con todo y niños a la Ciudad de México. Por su muy temprana orfandad paterna y por esperanzas paralelas, Ibargüengoitia también tuvo que crecer a la sombra de sus tías, en la capital. Entonces, de niños, mi padre y dos hermanos mayores se hicieron no solo amigos, sino cómplices de Ibargüengoitia: cuando andaban de buenos, jugaban a las canicas, pero en la mayoría de sus locas andanzas practicaban el juego — ahora políticamente incorrecto— de La cruzada de las gatas. Armados con cascos de cartón y escobas en ristre, lanzaban cargadas como de caballería rusticona contra todas las sirvientas de azotea, nanas en Chapultepec o cocineras que venían del mercado con sus cantaritos de leche pura. Mi padre decía que una de las mejores puntadas que se aventó el niño Ibargüengoitia fue cuando le cambió los letreros a los baños en cierta tienda departamental de prestigio. En cuanto entraba alguna señora con urgencia mingitoria, y descubría jovencitos en el baño de damas, empezaba el regaño con “¡Muchachos facinerosos!” o “¡Pervertidos del demonio!”. El propio Ibargüengoitia se encargaba, bajo zapes, de enseñarle a la señora el letrero que los exculpaba. La dama en turno, al filo de orinarse, se disculpaba entonces con los niños y pasaba a alzarse las naguas y bajarse los chones en pleno baño de caballeros. Más de una vez se escucharon geniales alaridos femeninos (o alguna ronca sorpresa masculina) mientras los niños ya iban corriendo de salida.

Celebro de Ibargüengoitia sus novelas, que releo como si reviviera la época en que visitábamos las librerías esperando sus nuevos libros. Soy de la idea de que las muchas perfecciones envidiables que cuajó en Estas ruinas que ves (incluyendo sus dos finales), Dos crímenes y Las muertas transpiran —entre la admiración y la envidia— una contagiosa adrenalina por escribir, más allá del placer de su lectura. Celebro hoy, como siempre, que Dos crímenes sea tan perfecta novela, tal como la reseñó Octavio Paz en su momento, y me atrevo a importunar al fantasma de Truman Capote para afirmar que Las muertas, al abrevar del expediente verídico de las Poquianchis, es tan obra maestra como A sangre fría, entreverando bajo la clara sombra de la novela las virtudes y recursos de la crónica y el reportaje.

De literatura en periódicos también supo Ibargüengoitia marcar grandezas. Como un Chesterton de Coyoacán, era capaz de escribir como navegación accidentada en altamar el viaje en pesero hasta el Zócalo de la Ciudad de México, y como un Stevenson, perdido en islas del lejano Pacífico, nadie como Ibargüengoitia para detectar en cualquier aeropuerto europeo que ese misterioso fulano que lleva pantalón verde, calcetines naranjas y mocasines gastados no es un polaco disfrazado con la ya clásica combinación de los nacidos en Moroleón, Guanajuato, ¡sino que se trata, efectivamente, de un paisano despistado que precisamente nació en Moroleón, Guanajuato! Nadie como Ibargüengoitia para denunciar en tinta los abusos de quienes se creen muy-muy, los que van a por todas y además las ganan, los funcionarios corruptos, las secres gordas que estorban, los enredos de un burócrata.

Con el sarcasmo como conciencia, con ironía pensante, con sentido del humor —que no como los que se hacen los chistocitos—, Ibargüengoitia haría sonrojarse a cualquier y todo mamón que se creyera infalible, incólume o inmortal. Ayer, como hoy, nadie como Ibargüengoitia para poner en evidencia —por lo menos para avergonzarlos— a quienes se miran tranquilamente en el espejo con la conciencia más negra que la cara de Tezcatlipoca. Contra todos los injustos, él era un justo que subrayaba con gracia la desgracia de los soberbios, ésos que no habiendo cometido ninguna ilegalidad no tienen manera de disfrazar su inmoralidad o sus plagios constantes.

Ibargüengoitia era un quijotesco inventor de mundos imposibles que sabía mirar las muchas imposibilidades del mundo. A mí no se me ocurre mejor final para que hoy mismo comience a leerlo un nuevo lector, que alzarme como un Pípila y gritarle al mundo: ¡Ibargüengoitia, forever!



ALGUNOS TEXTOS DE JORGE PUBLICADOS EN LETRAS LIBRES:


EL GRANDE  -EL INCOMPARABLE- SATIRISTA









http://bit.ly/VasBhk

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