miércoles, 15 de febrero de 2012

El anillo de Maximiliano. Relato ficción histórica de Yael Yaffe. Premio Universidad Iberoamericana.

El anillo de Maximiliano

Por Yael Yaffe Shveid.


“Y aquí me encuentro, más miserable que una mosca. Voy a morir, eso seguro. A menos que… ¡no! Deja de engañarte a ti mismo, por más que las cortes de Europa supliquen, Juárez no te dejará libre. Mejor hazte a la idea de que hasta aquí llegaste. Esto fue todo. Dejarás a tu mujer sola a su suerte, en un país extraño y hostil. Los niños que un día cuidaste como si fueran tuyos, quedarán huérfanos. Morirás y muy pronto serás olvidado, así sucede, ¿o no?”. Me preguntaba esto, a mí mismo, mientras miraba la sortija dónde conservaba el rizo de mi amada María Amelia, el cual nunca me había quitado.

-¡Ey, tú! –escuché que alguien decía.

Mantuve la cabeza agachada. No miré.

-¡Tú! –me repitieron.

-¿Qué? –contesté enojado.

¿Qué importaban mis modales ahora? Estaba a punto de morir. Ya nada importaba. Fue en ese momento en el que me percaté de que nada había valido la pena. Tanto haber luchado con la vida misma para recuperar ánimos y alientos, la vida me había dado la espalda tantas veces. Cada vez que me había recuperado, ésta se había vuelto a burlar de mí. Y ahora, que una lágrima rodaba por mi mejilla, me percaté de que lo único que quería era que alguien se compadeciera de mí. Que alguien supiera que no había razones para odiarme, no tanto por el deseo de no tener un terrible destino, sino por no morir siendo tan despreciable. Por lo menos no, ante los ojos de todos. Que entendieran que solamente había intentado hacer lo mejor para el pueblo y para México mismo.

-Te van a fusilar –comenzó a burlarse el soldado que había llegado.

-¡Me van a enjuiciar! –le grité.

-¡Por favor! – dijo con sarcasmo - Si piensas que vas a salir de ésta, estás loco. Digas lo que digas, saldrás muerto de aquí. Te quedan un par de horas para que te llamen. Me harán llevarte frente a ellos y te harán un interrogatorio que nada va a cambiar.

-Dos horas –dije para mí mismo.

-A lo mucho –me contestó el soldado.

Agaché la mirada. Me encontraba sentado en un rincón del Teatro de Iturbide, atado de manos y piernas. Ahora que lo pensaba, era una ironía total, moriría a causa del interrogatorio hecho en un teatro de paredes blancas pero que permanecería con un corazón negro, el centro del teatro siempre contendría mi alma. Moriría por las preguntas que se me harían en ese recinto pareciendo, así, ser una audición para mi propia muerte. Definitivamente un papel que no quería obtener.

-Pensarás que estoy loco pero, si me escuchas, me dejarás morir más tranquilo.

-¿Crees que me importa tu tranquilidad? Por mí que te pudras en tu tumba. Tal vez no sepa tanto tu historia ni nada, pero bien sé que te quieren muerto y son los que me ordenan. Por lo tanto, que mis deseos sean los mismos.

-¿Y si…? – pensé mientras trataba de construir un modo de que me quisiera escuchar- ¿…y si te doy algo a cambio?

-¿Qué puedo necesitar de ti? ¿Qué puedes darme que yo no tenga?

Pensó en lo estúpida que era la pregunta. Todo tenía o, más bien, tuve. Alguna vez, siendo el Emperador había poseído todas las riquezas que había querido, incluyendo mi hogar, el Castillo de Chapultepec. Ahora me encontraba lejos de mis posesiones, con los bolsillos vacíos y el cuello desnudo. Sería una tontería pensar en darle mis ropas. Sería muy obvio. Los generales se darían cuenta. Mire mis manos sudorosas. Nunca otorgaría a nadie el anillo que contenía el último recuerdo de mi amada María Amelia, pero conservaba otro anillo. El anillo azul, de platino y oro fundido, cubierto por esmaltes. Seguramente que aceptaría eso.

-Te daré esto si me escuchas –dijo mostrándolo con todo y las ataduras.

Al soldado le brillaron los ojos y se acercó al instante. Lo tomó y mientras lo miraba y jugueteaba con él entre sus manos me dijo:

-Hable, y yo que usted me apuro porque estos capitanes son muy impredecibles. Podrían entrar en cualquier momento.

Me acomodé en el suelo y me preparé para enfrentar todo mi pasado y contarlo detalladamente. Me preparé para enfrentar mis miserias y errores. Entonces comencé:

-Sí, es verdad que nací en un palacio y con muchos títulos pero nada fue fácil para mí, en ningún momento. Desde que nací hubo bastante gente que se burló de mí y me llamó bastardo, mi padre entre ellos. Siempre pensaron que yo era hijo de Napoleón II por la relación que llevaba con mi madre Sofía.

Miré al soldado, el cual se había acomodado y ahora en vez de mirar el anillo me volteaba a ver fijamente, comenzando a interesarse en mí historia. Continué:

-Los insultos se volvieron más fuertes cuando Napoleón II murió de tuberculosis. Una vez que su corazón ya no palpitaba, una vez que la sangre ya no corría por sus venas y, en especial, una vez que sus oídos ya no recibían rumores y su corazón ganas de vengarse fue que recibí todo el desprecio de la gente. En verdad, no estoy tan seguro de si fue mi padre o no. Me parezco a él pues ambos somos rubios. Mucha gente dice que tengo sus mismos ojos, grandes, y que mi personalidad tiene algunos aspectos parecidos a la suya. Quién sabe, misterios que se van a la tumba y que nunca serán desenterrados. En fin, después de su muerte fui marino. No porque de pequeño soñé con serlo o porque era de esos oficios para los cuales esperamos toda la vida. Simplemente la vida de un marinero me sonó interesante: viajar a lugares extraños, enfrentarme con el mar, sus especies y lo que trae consigo; el hambre, la perdición, el sentimiento de extrañar. Era feliz nuevamente, me había creado un nombre entre los míos y me había probado a mí mismo de qué estaba hecho. Volví y conocí al amor de mi vida, esos de los cuales sólo hay uno. María Amelia de Braganza, la mujer más hermosa, sensible y simpática que ha pisado esta tierra y que surcado estas aguas.

-Disculpe, emperador. ¿Es cierto aquel rumor de que usted guarda…?

Ya sabía a dónde iba la pregunta entonces, sin dejarlo terminar, asentí y le señalé mi anillo.

-¿Puedo? –me preguntó acercándose.

Asentí nuevamente. Lo deslizó fuera de mi dedo y lo abrió. Allí permanecía un rizo negro como la noche, el rizo de mi amada Amelia, el cual había tomado de su cuerpo inerte.

Me lo devolvió y pidió:

-¿Puede continuar con su historia?

Asentí, feliz de que por fin hubiera cobrado un poco de respeto.

-Habíamos decidido casarnos, pero la vida decidió burlarse de mí y le quitó el aire de sus pulmones, los latidos de su corazón. Me rendí en ese mismo instante y sabía que nunca volvería a enamorarme. Tuve que casarme por interés con una mujer a la que, por los años que hemos pasado juntos, le tengo respeto y cariño, mi esposa Carlota Amalia de Bélgica. Pero no, los sentimientos nunca serán confundidos, el cariño no es ni una migaja de lo que conforma el amor. Y sí, muchas personas me han dicho que sus segundos nombres se parecen, pero nunca en mi vida he confundido Amelia con Amalia, una letra que me lleva a distintas caras y a distintos recuerdos. Una sola letra que me hace sentir tantas cosas distintas cuando la pronunció y recuerdo.

-Pero… sigo sin entender. ¿Cómo llegó usted aquí?

-¡Ay muchacho! Comienzas a impacientarte, ¿eh? –dije riendo- Pero justamente iba a llegar a esa parte. En 1859 fui contactado por primera vez por los conservadores mexicanos que buscaban un príncipe europeo para que ocupara la corona del Segundo Imperio Mexicano. En 1864, renuncié a todos mis títulos anteriores para llegar aquí. Llegue y me encontré con un panorama completamente distinto, un país que estaba caído hasta ese momento y del cual me enamoré muy pronto. Por eso, me dediqué a ponerlo en pie nuevamente. Recuerdo las mismas palabras que mandé en una carta al llegar:

“El valle de México es como un inmenso manto de oro rodeado de enormes montañas matizadas con todos los colores desde el rosa pálido hasta el violeta o el más profundo azul cielo, unas rocosas y quebradas y oscuras como las costas de Sicilia, las otras, cubiertas de bosques como las verdes montañas de Suiza, y entre todas ellas las más hermosas eran el Iztaccíhuatl y el Popocatépetl”.

“La vida, o a veces me pregunto si será el destino, decidió burlarse de mí nuevamente y no nos dejó engendrar hijos. Adoptamos a dos de los nietos del Emperador anterior, Iturbide, Agustín y Salvador. Creo que los quiero mucho más de lo que alguna vez hubiera podido querer a hijos de mi propia sangre. El saber que vivían lo mismo que alguna vez viví yo, al estar bajo la protección y techo de un hombre que porta el nombre de “padre”, aunque no lo es, me hizo procurar que nunca sufrieran lo mismo que mi padre me hizo sufrir.

“Al principio inicié bien, restringí las horas de trabajo y abolí el trabajo a menores. Cancelé todas las deudas de los campesinos que excedían los 10 pesos, restauré la propiedad común y prohibí todas las formas de castigo corporal. Rompí con el monopolio de las "tiendas de raya", entre muchas más cosas. Pero mi gobierno resultó ser demasiado liberal para la opinión de muchos. Comencé a ganarme enemigos como Napoleón III y los franceses dejaron de creer en mí, ya que vieron que no me fijaba en su bien sino en el de esta gente y esta tierra, de la que me he enamorado. Muchos mexicanos comenzaron a odiarme… y aquí me encuentro.”

-¡Tráiganlo! –se escuchó afuera.

Entraron un par de soldados con sus botas recién pulidas y me levantaron de un golpe. El soldado, que por tanto tiempo me había acompañado, se paró de un salto y les dijo:

-Yo lo llevo.

-De acuerdo.

Y salieron de la habitación. Él con más gentileza me quitó los nudos de los pies y me levantó mientras me decía:

-Ha sido un honor Emperador Maximiliano. En serio lo ha sido. Y debería de conservar esto –dijo devolviéndome el anillo.

-No, fue parte del trato. Un Emperador debe cumplir con sus promesas –dije sonriendo.

-Créame que no necesita pagarme. Fue un honor escuchar todas esas palabras provenientes de su misma boca.

-Es en serio. Consérvalo. Una vez que mi cadáver yazca sobre la tierra y la sangre brote por encima de mi ropa, algún vándalo vendrá y me robará todo lo que poseo. Por lo menos puedo morir sabiendo que alguna de mis pertenencias será cuidada.

Y con eso sonreímos los dos y me llevó frente al coronel y los capitanes. Su predicción del principio fue cierta. Fui condenado a fusilamiento y ese fue mi destino, pero no sin antes pedirles como último deseo que le dieran a mi esposa el reloj con mi retrato. Mostré el pecho que recibiría la bala, mirando hacia lo lejos. Había muchas miradas llenas de satisfacción, incluso escuché cómo dijeron un par de capitanes “Por fin, a deshacernos de él”. Pero nada de eso me importó porque pude notar que a lo lejos, muy a lo lejos, permanecía un soldado mirándome y lamentando mi final.

El anillo con el rizo de María no sé quién lo conserva y aunque miré las cosas desde aquí arriba, por mucho tiempo, nunca pude dar crédito a lo que mis ojos veían.





-Max, buenos días –dijo la mujer al muñeco.

Hubo un silencio de un par de segundos y después una risa más bien terrorífica por parte de la mujer.

-¿Crees que hoy sea el día? Sí, yo también creo que hoy volverá. Es un maldito por dejarme tantos años. –dijo al muñeco mientras su voz se iba tornando más agresiva y, repentinamente, recuperó su tono amable con una risita- Pero, lo perdonaré. Siempre lo hago.

En el escritorio del castillo de Bouchout, un hermoso lugar el cual contenía a una princesa sin príncipe, se encontraba un reloj con el retrato de un hombre. Los patos, afuera, emitían sus graznidos y repentinamente en los ojos de la mujer se encendió una llama, la cual, en medio de un arranque de euforia tomó el reloj y lo aventó por la ventana. El tiro fue certero y mató a uno de ellos y rompiendo por completo el reloj. Entonces, se le nubló la mirada y sentándose en el suelo se echó a llorar.

-¡Señorita Carlota! –entraron un par de mucamas corriendo a en su socorro- ¿se encuentra bien?

-¡¿Por qué me dejó?! –y reventó en un llanto, que como todos los días, ahuyentaría al resto de los patos que permanecían afuera.

Carlota, la mujer de Maximiliano, se había vuelto loca bastantes años atrás. Había permanecido encerrada en tres palacios distintos, siendo éste el tercero, dónde finalmente fallecería después de una vida de sufrimiento en la cual nunca comprendió que habían matado a su esposo. Siempre pensó que la había abandonado y aún albergaba esperanzas de que en algún momento volviera. Y, en efecto, Max era el muñeco con el que las mucamas la escuchaban platicar a diario.

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