lunes, 15 de agosto de 2011

MEDIANOCHE EN PARÍS, de WOODY ALLEN. Una película "serena y frondosa" que NO te puedes perder. Lee a FERNANDO ZAMORA Y a DAVID MARTÍN DEL CAMPO:

Medianoche en París

MAGIA Y SURREALISMO

“PARÍS NO SE ACABA NUNCA” Fernando Zamora dixit



“Los escritores están llenos de palabras”

¿Es éste el motivo de su insatisfacción?



Recuerda que París a medianoche…

¡es mágico!

Haz clic aquí

EL COMENTARIO DE DAVID MARTÍN DEL CAMPO

ENTRE PARÉNTESIS (Reforma.com)

París es París

Por David Martín del Campo

Se ganaron el renombre a pulso. No pretendían nada más que experimentar el gusto por la vida, disfrutar de la victoria militar con una culpa inocultable, conquistar el viejo continente con una copa de bourbon en la mano. Los años veinte, previos a la gran depresión, fueron su época. Promiscuos, noctívagos, discutidores de frivolidades o simplemente borrachos, paseaban por la ribera del Sena hasta encontrarse con la alborada.

París era una fiesta. Así decidió llamar Hemingway a la crónica donde noveló aquellos días de insensatez, dos francos en el bolsillo y un hambre por comerse el mundo sobre los manteles de cualquier bistró. Es el París de leyenda que ningún artista puede darse el lujo de no visitar. El París de Balzac, de Toulouse-Lautrec, del joven Diego Rivera. El problema es que esa metrópoli ya no existe y, como todas las de Europa, hoy día es una congestión urbana en plena descomposición social.

En Media noche en París, Woody Allen se aventura en ese viaje por el tiempo. Su película recién estrenada merece el agradecimiento de todos los inconformes con el hoy por hoy. En la cinta un despistado escritor (Owen Wilson) viaja a la Ciudad de la Luz acompañando a una novia presuntuosa, situación que lo orilla a buscar el aire fresco de la noche. Así es como, en un pase de magia, Gil logra acceder a la casa de la mítica Gertrude Stein (Kathy Bates), donde se da el encuentro con aquellos genios de leyenda que formaron a legiones de artistas: Pablo Picasso, Hemingway, Scott Fitzgerald, Salvador Dalí, Josephine Baker... y hasta Paul Gauguin y Claude Monet.

En el mítico salón de aquella matrona se originó el concepto que bautizó a ésa, la "generación perdida" que encabezó Hemingway junto con William Faulkner, John Steinbeck, Ezra Pound, y Scott Fitzgerald. Eran, de uno o de otro modo, simples sobrevivientes de la guerra y su influencia literaria permeó a muchos escritores, entre otros los integrantes del olvidado boom latinoamericano.

La película de Allen es un poco para entendidos. Hace un guiño cómplice y surrealista con el espectador que no puede evitar el emocionarse al ver los desplantes de aquellos titanes del arte. Y París, la musa urbana, como fondo. El mismo París legendario de Julio Cortázar en Rayuela (varios lustros después), el París de Los 400 golpes de Francois Truffaut y el de Jean Paul Sartre componiendo sus escritos en una mesita del café Les deux Magots.

La anécdota es poco menos que estremecedora. En 1943, cuando los días de la liberación, Hemingway llegó a París como corresponsal de prensa y como cabecilla de una escuadra de milicianos borrachones. Se hacía llamar "el coronel Hemingway", luego de su experiencia en la Guerra Civil Española y era el escritor macho por antonomasia. El forzudo, el de las frases cortas y filosas como bayoneta. Al registrarse en el hotel Ritz alguien grita su nombre, y un viejo mozo cree reconocerlo. Se le acerca y pregunta casi lo obvio: "¿Es usted Hemingway, el escritor americano?" A lo que Ernest responde que sí, ¿por qué? "¡Ah, es que en la bodega tenemos un baúl suyo; no sabíamos qué hacer con él".

En esa maleta, junto a las cartas y los rizos perfumados, se esconde la génesis de esa novela de maravilla que luego titulará París era una fiesta. Un libro que habla de la amistad, la lluvia permanente, los escarceos boxísticos con Ezra Pound, la diatriba con Fitzgerald en torno al tamaño de su pene. La lucha por lograr 500 palabras al día "de buena literatura".

Qué no daríamos porque alguien, inesperadamente, nos obsequiase con aquel baúl perdido cuando los años de insolencia. La película de Woody Allen cumple de algún modo con ese sueño ambicionado. Los días en que París era París, y "una rosa es una rosa es una rosa", como prefiguró doña Gertrude. Aquel tiempo, como escribió Hemingway, "en que éramos muy pobres y muy felices".






Hombre de celuloide

Una comedia anti-romántica

La música y las imágenes de París introducen al espectador en el sabor de una película antigua: la plaza de la Concordia, Notre Dame y sobre todo, la lluvia y el reflejo de las luces dan el aire de nostalgia y antigüedad que necesita esta historia.

Ya hace tiempo, Allen decidió dejar de ser el icono de Manhattan para conquistar otras urbes: Venecia, Barcelona y hoy, París. Este París a la medianoche en el que vagan carruajes que llevan al protagonista, un escritor hollywoodense que ha decidido moverse hacia la gran literatura, hasta el corazón de la fiestanoctámbula de su ciudad ideal.

Pero París como todo lo realmente profundo, se ha convertido en este siglo de cinismo que anuncia Vattimo en un cliché al que sólo pareciera tocar la ironía del posmodernismo.

Ésta, la última obra de Allen no es una comedia romántica como quieren hacer creer los mercadólogos; es una obra en torno al mal de vivre y la nostalgia que ya Vila-Matas puso en papel en París no se acaba nunca. Si Vila-Matas se burla de sí mismo a los dieciocho (escritor aspirante a Hemingway, a Marguerite Duras y a la buhardilla) en un tono que bien podríamos calificar de allenesco, el neoyorquino retoma al catalán en un juego de espejos que demuestra, otra vez, la vigencia del diálogo entre cine y literatura. Habrá que ver entre Allen y Vila-Matas qué fue primero, si el huevo o la gallina: ambos aspiran explícitamente a ser como Hemingway, pero lo hacen en un tono que nunca convino al autor de Por quién doblan las campanas para alejarse del cliché disfrazados con las máscaras de la risa y la liviandad. Esa que de tan superficial resulta profunda.

La maestría narrativa de Allen queda de manifiesto con la forma en que maneja las filias y las fobias del público conocedor, para ponerlo del lado del hombre que está rompiendo sus compromisos sociales. Nos encontramos así con un tema recurrenteen la vida y en la obra del director quien aquí se da el lujo de cortar dos relaciones amorosas para hacer caminar a su protagonista bajo la lluvia parisina emancipado por un romance perecedero y casual. La comedia, sabían los griegos, es un género moral. Pero la de nuestro autor es más bien una ética romántica que, lejos de todo convencionalismo, reinventa, película a película, el contenido de palabras como “comedia” y “amor”.

En las verdaderas comedias románticas el amor convencional siempre triunfa. Pero Allen hace de su protagonista un alter-ego que desprecia todo final chambón. Evidentemente un autor que ha hecho de Gertrude Stein su Virgilio en el pantheon de París no podría andarse con moralinas. “El beso que vuelve inmortal” sólo puede serlo si se asume como perecedero. “Yo no aspiro a ser inmortal en mis obras, yo aspiro a ser inmortal no muriendo”, ha dicho Allen y aquí, en su protagonista, está más vivo que nunca.

Allen asume con vivacidad la nostalgia como una de esas cosas que hacen que vivir valga la pena. Si beso, mujer y ciudad han de morir, que mueran, París no se acaba nunca.

Midnight in Paris (Medianoche en París). Dirección, Woody Allen. Guión, Woody Allen. Música, Cole Porter. Fotografía, Darius Khondji Con: Owen Wilson, Rachel MacAdams, Kathy Bates, Marion Cotillard y Adrien Brody. Estados Unidos, 2011.

Fernando Zamora

@fernandovzamora

No hay comentarios:

Publicar un comentario