viernes, 3 de junio de 2011

JUAN VILLORO, SU COLUMNA DE LOS VIERNES EN REFORMA. HOY, EL REPETIDOR ¿EL REPETIDOR?


Falsos finales

Juan Villoro

(15-Jul-2011).-

En el periodo entre guerras, Europa revivió al compás de fecundas aventuras estéticas. Una de las más curiosas fue emprendida por el productor ruso Vladislav Leschenko.

He tomado los datos de El hueco que deja el diablo, cantera de misteriosos hechos objetivos reunida por Alexander Kluge.

En 1921 las potencias que definirían el siglo XX mostraban, como siempre lo han hecho, intereses afectivos distintos: Estados Unidos idolatraba la felicidad y la Unión Soviética la tristeza.

Para el público norteamericano, el cine era una oportunidad de reconciliarse con la vida; para el público ruso, una oportunidad de llorar desde 20 minutos antes de los créditos.

Luego de estudiar estas reacciones, Leschenko rentó unos sótanos lúgubres en Berlín y los convirtió en estudios cinematográficos secretos. Para que las películas norteamericanas tuvieran éxito en Rusia, entristeció el final como si la guionista fuera Ana Karenina. Para que las cintas rusas triunfaran en Estados Unidos, creó desenlaces donde los héroes, hasta ese momento trágicos, silbaban al caminar y adoptaban un cachorro.

La tarea se facilitaba porque eran los tiempos del cine mudo y un letrero podía alterar la historia. Como era imposible contratar a los mismos actores, los protagonistas aparecían de espaldas en la última secuencia y contemplaban su destino.

A base de efectos de iluminación, música de fondo, una escena sugerente a la distancia y carteles explicativos, el productor lograba revertir el sentido original de la historia.

El público solía aceptar la enmienda. Kluge recoge esta reveladora cita de Leschenko: "El espectador perdona. Acompaña. Completa". Esto sugiere que los finales eran reconocidos como falsos, pero se agradecía el truco.

Cuando Scarlett Johansson le preguntó a Woody Allen qué motivación debía tener para representar cierto personaje, el director le contestó: "Tu salario". También la motivación artística de Leschenko fue el dinero. La urgencia de exportar lo llevó a una intervención cercana a la vanguardia.

El productor dejó la Unión Soviética en 1937 y se mudó a Hamburgo, donde adaptó películas italianas y rumanas para el público sueco, agregando "escenas pornográficas de valor artístico".

Nunca actuó movido por la censura. Abundan los ejemplos de películas alteradas por causas políticas o morales. Durante el franquismo y el fascismo, el doblaje permitió hacer caprichosas modificaciones a las tramas que se veían en España e Italia. A veces eso daba lugar a una perversión mayor. Un ejemplo: para "adecentar" un triángulo amoroso, el protagonista no visitaba a su amante sino a su "hermana"; las escenas eróticas se suprimían, pero las miradas revelaban que algo había entre ellos, transformando la visita "familiar" en un incesto.

Recuerdo la proyección en México de La huída, de Sam Peckinpah. Al final, los protagonistas lograban el arduo escape al que aludía el título y cruzaban la frontera a México. El espectador suspiraba, aliviado por el happy ending. Entonces aparecía un letrero de la Secretaría de Gobernación que decía más o menos lo siguiente: "Poco después, los personajes fueron arrestados por la policía mexicana". Desde entonces, nuestro gobierno tenía más interés en cuidar su imagen en la pantalla que en la realidad.

Las soluciones de Leschenko nunca fueron tan burdas. Su objetivo era satisfacer al espectador, a tal grado que lo consideraba un recurso estético. Al respecto, escribe Kluge: "No creía que sus adaptaciones fuesen falsificaciones o engaños. Hablaba de una inervación, como si el espectador mismo fuese un celuloide que se ha de exponer a la luz".

No es casual que haya interesado a Alexander Kluge, escritor, filósofo, cineasta y asistente de Fritz Lang. El hueco que deja el diablo pertenece a un proyecto que lleva el título general de Crónica de los sentimientos. Leschenko se postulaba, precisamente, como un adaptador del sentimiento. El artista puede tener toda la originalidad que quiera, pero las costumbres y las emociones de los pueblos son estables. Los norteamericanos quieren fuegos artificiales; los rusos, melancolía.

Durante casi un siglo el mundo estuvo a punto de llegar a un desenlace atroz a causa de dos potencias incapaces de coincidir en su idea de los finales. Quizá hubiera sido posible que un adaptador como Leschenko ayudara a traducir las emociones de los enemigos.

Hubo otros atisbos de que esto era posible. En La segunda voz, Ved Mehta traza un perfil de George Sherry, intérprete de Nikita Krushov en la Asamblea de las Naciones Unidas. Virtuoso del lenguaje, Sherry era capaz de encontrar equivalentes instantáneos para las expresiones más complejas. Si el premier ruso citaba a Pushkin, encontraba una frase de Shakespeare que decía exactamente lo mismo. A la capacidad de esa "segunda voz" para traducir no sólo las palabras sino el misterio de los afectos se debió, al menos parcialmente, que el planeta no estallara bajo una nube nuclear.

Como en las películas de Vladislav Leschenko, lo mejor que puede pasarle al mundo es que tenga un falso final.








El Repetidor
Por Juan Villoro

Durante años, las películas en español se doblaron en México. Esto se debía a las facilidades de operación de las compañías norteamericanas, pero también a nuestro talento para reaccionar ante las iniciativas de los otros. Ciertos actores nacionales, incapaces de convencer en una obra de Shakespeare, se agrandan cuando imitan a un personaje de dibujos animados.

El sello mexicano se impuso con tal fuerza que al viajar a otros países de habla hispana dábamos la sensación de estar doblados. El obispo de Monterrey, el novelista de garra y el entrenador de la selección hablaban como caricaturas.

A diferencia de los japoneses, nunca nos ha interesado hacer copias tan perfectas que no lo parezcan. Lo nuestro es la subordinación sincera: no somos originales pero aspiramos a que el doblaje supere a su modelo ("Telly Savalas dijo que le gustaba más su voz en español").

La diversificación del mercado acabó con el dominio de las voces mexicanas en las pantallas. Una lástima, sin duda.

¿Dónde se origina nuestra vernácula destreza para decir lo mismo con otro acento? Hablaré de un personaje que tal vez no haya sido tratado por los numerosos libros que a últimas fechas se ocupan de la identidad nacional.

Me refiero al hombre de mirada perdida, acodado en el mostrador de una tienda. Su actitud es de absoluto desinterés, no digamos por el prójimo, sino por su propio rostro (donde ya se paró una mosca). A su lado, otra persona mueve cajas, entrega el cambio, busca un producto, revisa un catálogo o responde el teléfono.

Al llegar a la tienda, enfrentas a dos tipos de empleados: uno que no se da abasto y otro que parece aguardarte con hierática disponibilidad. Naturalmente te diriges al segundo.

Entonces sobreviene uno de los más inútiles intercambios de Occidente. Preguntas si tienen clavos de media pulgada. La respuesta es idéntica a tu curiosidad: -¿Clavos de media pulgada?

Has conocido al Repetidor, experto en la forma más elemental del doblaje, que consiste en despojar de toda energía al mensaje previo.

Si te interesa conseguir un cuarto de blanco de España, el Repetidor dirá: -¿Un cuarto de blanco de España?

La frase es la misma que la tuya, pero ha sido privada de contenido emocional.

En labios del Repetidor, lo que solicitas no sólo deja de ser urgente sino que en cierta forma carece de sentido. ¿Es posible que te intereses en algo que puede pronunciarse con tal desprecio?

La tarea del Repetidor consiste en anular la importancia de lo que buscas. Autómata perfecto, domina la lengua pero no el sentido; dice lo mismo con enorme dificultad para coordinar la lengua con el paladar. De este modo "dobla" tu necesidad al lenguaje de lo intrascendente. Casi te da vergüenza pedir eso.

Una vez que tu presencia en la tienda pierde fuerza, el Repetidor cae en un mutismo narcótico. Su función en el mundo de la mercadotecnia ha terminado. No vende productos: repite sus nombres en un tono que no devalúa su precio pero sí su razón de ser. Luego aguarda a un nuevo cliente. Acodado en el mostrador, dirige la mirada a la televisión que transmite un partido de los Tecos.

Estamos ante uno de los oficios más especializados del país. No hay forma de que ese empleado haga otra cosa.

Finalmente, la persona que no ha dejado de moverse, repite lo que dijo el Repetidor, y procede a atenderte.

¿Por qué existe ese profesional que no se inmuta ni conoce los precios ni despacha mercancías? Supongo que se trata de un filtro, un ralentizador de la experiencia, un freno que impide caer en pecado de eficacia. El Repetidor "dobla" nuestras intenciones y así mitiga su importancia: podemos esperar.

Mientras tanto, su compañero trabaja afanosamente. ¿Quién domina a quién? Durante años, pensé que el Repetidor era una especie de aprendiz, un esclavo sin iniciativa que se preparaba para el rito de paso que le permitiera hacer sumas y restas con un lápiz. Ahora creo que es el patrón secreto del lugar: observa, con los ojos taimados de quien no confía en sus clientes y en el fondo los detesta.

Su poder deriva de la voz desmayada con que reduce la significación de cada solicitud, impidiendo que alguien proteste. ¿Es posible quejarse después de oír lo mal que suena nuestro pedido?

Durante años, nuestra cultura reaccionó en forma creativa en los estudios de grabación, doblando foráneas criaturas de la selva con la voz de Tin-Tan. Es posible que ese talento tuviera un remoto origen popular. Acaso provenía de la costumbre de tener a un astro del doblaje en las tiendas, capaz de convertir nuestras urgencias en algo que no deberíamos pedir.

Hice un experimento: pregunté en una tlapalería si tenían los muslos ubérrimos de la Venus de Milo. Pero ante el Repetidor no hay modo de ser excéntrico: transformó mi solicitud en algo normal e inútil. Hubiera hecho lo mismo con una petición de Salvador Dalí.

En el fondo, es posible que esta extraña y muy particular tarea evite conflictos sociales y contribuya a una paz muy parecida al marasmo. Si lo que buscas carece de importancia, no tiene caso que lo encuentres.





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Aguas negras
Juan Villoro
24 Jun. 11

La Ciudad de México es una avasallante versión del caos con algunos oasis donde las plazas y las calles dialogan entre sí. Es lo que queda de la ciudad renacentista.

Gestionar una megalópolis representa un desafío mayúsculo. En circunstancias muy complejas, el Gobierno del DF ha contribuido a la proeza colectiva de convivir aquí, pero en tiempos recientes parece decidido a poner en entredicho logros previos.

En Chimalistac, zona protegida por el INBA y el INAH, se construye en forma inconsulta una planta de tratamiento de aguas residuales, es decir, una inmensa cloaca. ¿Es necesario que los detritus vayan a dar a uno de los pocos barrios caminables de la ciudad? El despropósito representa una amenaza para el DF en su conjunto. Discutirlo significa discutir la idea que tenemos de la vida urbana.

Cuando alguien visita Florencia, Sevilla o Zacatecas, difícilmente piensa: "¡Qué buen lugar para instalar una planta que produzca emisiones venenosas de biogases, metano y sulfuro de hidrógeno!".

En Chimalistac corre el último río vivo de la ciudad y ahí se conservan la Iglesia de Panzacola y puentes de piedra de 1613 (declarados monumentos nacionales en 1932). En su apasionante libro Ciudad de México, ciudad desconocida, Édgar Anaya Rodríguez dedica un capítulo a Chimalistac. Entre otros saldos de la historia, recuerda que las calles de Hipo (por Hipólito) y Santa deben su nombre a la novela de Fernando Gamboa que se ubica en ese rincón idílico. En el número 110 de Paseo del Río se encontraron vasijas y figuras de barro prehispánicas que custodia el Museo de Antropología.

El valor urbano e histórico de la zona es indiscutible. ¿Conviene poner en avenida Universidad y Miguel Ángel de Quevedo una planta con procesos anaerobios y aerobios para tratar el agua fecal de cuatro delegaciones, 16 colonias y cinco núcleos agrarios? En caso de avería o accidente, las consecuencias pueden ser letales.

Por otra parte, el mal olor será un efecto secundario que escapará al control y a la legislación. No hay olfatómetros ni valores máximos permitidos en el DF. Si la zona típica comienza a apestar, nadie asumirá responsabilidades.

La Procuraduría Ambiental y del Ordenamiento Territorial del DF conoce el tema. En su estudio "Emisiones Contaminantes de Olores", de febrero de 2007, están todos los argumentos para no instalar una planta así en Chimalistac.

En Chile, la Superintendencia de Servicios Sanitarios indica que "las plantas de tratamiento insertas en el radio urbano deben tener áreas de protección a su alrededor en las que se consideren filtros vegetales, de tal forma que se pueda controlar cualquier accidente por emisión de olores", y pone el acento en el impacto ambiental que provoca una procesadora de este tipo. Elijo el ejemplo de Chile porque se trata de un país similar al nuestro. Lo más peculiar es que podría poner de ejemplo la propia normatividad del DF. Durante décadas, la ley blindó contra un desatino semejante. El Plan Parcial de Desarrollo (promulgado en 1993 y con vigencia de 20 años) lo hacía inviable, al igual que la Ley General de Equilibrio Ecológico y la Protección al Ambiente. Además, la zona está protegida por el INBA, el INAH y Semarnat, y en 2005 y 2006 se realizaron consultas ciudadanas sobre la planta, con resultados tan contundentes que la Asamblea de Representantes desechó la iniciativa.

Todo cambió el 10 de mayo de 2011 con la aprobación del Programa Delegacional de Desarrollo Urbano, que suprime los programas parciales y convierte al jefe de Gobierno por el que votamos en Jefe Máximo que actúa según su arbitrio. Impedir un proyecto como el de la planta de Chimalistac tiene que ver con recuperar el sentido de la toma de decisiones en el DF.

Las asociaciones de vecinos se han pronunciado contra la planta, ofreciendo argumentos técnicos y de impacto ambiental, social y urbano. Sería gravísimo que el Gobierno del DF entendiera el nuevo Programa Delegacional como un cheque en blanco y desoyera tantas razones.

Un resultado positivo del proyecto es que hará circular agua limpia, a cielo abierto, a lo largo de un kilómetro, de la Iglesia de Panzacola a los Viveros de Coyoacán. Sin embargo, esta ventaja residual es una bicoca a cambio de tantos riesgos.

Todo el plan se inscribe en el loable proyecto de recuperación del Río Magdalena. No está en duda la necesidad de recrear espacios naturales, sino la forma de hacerlo. Numerosos expertos han alertado acerca del problema de llevar desechos y sustancias tóxicas a una zona típica y residencial y han explicado que el tratamiento de aguas se puede llevar a cabo en humedales colocados en el trayecto del Magdalena, incluso en su parte abierta, que son baratos, no causan olores y se mantienen fácilmente.

Uno de los mayores desafíos de nuestro tiempo consiste en pasar de la abstracción democrática a una democracia participativa. El caso de Chimalistac es un laboratorio para saber si, con los poderes que el gobierno se otorgó a sí mismo el Día de las Madres, aún oye argumentos.




“La columna de Jorge F. Hernández, AGUA DE AZAR hoy no se publica por causas de fuerza mayor”. Nota que apareció en la edición de impresa de MILENIO, en lugar de su texto.

Jorge se encuentra en recuperación –hospitalizado- por un infarto. JUAN VILLORO, su amigo, rinde homenaje aquí a Jorge. Yo, recuerdo cada encuentro con él y sonrío, no puede ser de otra manera. Jorge, amigo, aquí, mis mejores deseos. Te extraño.

Beto Buzali








Vuelta al ruedo
Hay quienes lastiman su corazón de tanto usarlo. Es el caso del escritor Jorge F. Hernández, que está en el hospital después de sufrir un infarto. Sus síntomas fueron diagnosticados por López Velarde: "Mi corazón, leal, se amerita en la sombra".

En la estruendosa república de las letras, Hernández actúa con inaudita generosidad. Su libro Signos de admiración reúne los asombros que le suscitan sus colegas: "Hay una suerte de magia en la capacidad y propensión de admirar al prójimo y a sus obras". Con acierto, señala que el español es un idioma admirativo. En inglés, la puntuación del énfasis es el "signo de exclamación". Señala la importancia de lo dicho, sube el volumen de la lengua. En cambio, el español asocia el énfasis con la celebración; además, el signo se abre al inicio de la frase, lo cual predispone al entusiasmo. Nada más lógico que estas reflexiones provengan de alguien que ha perfeccionado el esquivo arte de apreciar a los otros.

Tuve la suerte de trabajar con él durante el Mundial de Sudáfrica en el equipo formado por Mauricio Mejía para Ludens, en Canal 22. Hernández confirmó en el programa que el humor es atributo de la inteligencia. Sus comentarios con tecnología "de punta" (se refería al crayón con que dibujaba en un pizarrón) cautivaron a uno de los mejores exponentes del género, Andrés Bustamante. Después de ver una escena en la que Jorge explicaba las formas de atrapar un balón Jabulani, el Güiri-Güiri aceptó colaborar en Ludens.

Formado como historiador, autor de la novela La emperatriz de Lavapiés, columnista del periódico Milenio, Hernández también es un torero que no recibió la alternativa.

Como Ignacio Solares, Alí Chumacero, Francisco Prieto y otros escritores taurófilos, entiende la fiesta brava como una enciclopedia en movimiento. Buena parte de sus anécdotas y referencias se desprenden de la "música callada del toreo", como la llamaba José Bergamín.

Para los que no sabemos lo suficiente de esos lances, resulta extraño que algo tan subjetivo e inconstante como la lidia de reses sea adjetivado de manera tan precisa. Pocas actividades han creado tanto vocabulario. En ese orden suspendido, la hora de la verdad es un ajuste de cuentas con la muerte y la decepción, el momento en que el toro sale del ruedo con las orejas puestas. En su calidad de primer espada literario, Hernández aplica referencias taurinas a la vida diaria y genera escenas dignas de ser narradas por Joaquín Vidal.

Voy a contar dos momentos de la peculiar vida taurina de Jorge F. Hernández, seguramente alterados por mi admirada memoria.

Discípulo de Luis González y González, el más narrativo de los historiadores mexicanos, Hernández hizo la microhistoria del convento de Atotonilco y decidió cursar un posgrado en Europa. Después de una salida en falso (me parece que en París), recaló en la Universidad Complutense de Madrid, con poco tiempo para hacer los trámites de ingreso y conseguir las cartas de recomendación que le solicitaban. Esto ocurrió en tiempos previos a internet y DHL. Con la inventiva que da la desesperación, Jorge pidió referencias a sus amigos de Madrid. Todos eran toreros, de modo que le escribieron elogios de este tipo: "El chaval es válido y tira pa'lante". No se trataba de un apoyo muy académico, ¿pero acaso no vale la palabra de quien se juega la vida?

Hernández presentó los documentos con el ánimo inseguro de quien se despide sin haber llegado. A los pocos días una autoridad universitaria quiso hablar con él. Imaginó una reprimenda por presentar documentos de matadores, banderilleros y otros valientes sin más currículum que sus heridas. Ocurrió lo contrario: el académico quería conocer a una caterva tan notable.

Jorge entró a la Universidad con el aire de quien parte plaza. Su salida no fue menos singular. Mientras conocía Madrid con la minucia que le iba a permitir escribir La emperatriz de Lavapiés, cursaba un posgrado paralelo en el oficio de tener amigos. Sus imitaciones de Carlos Lico y Octavio Paz, su inagotable repertorio de chistes y, sobre todo, su permanente atención a las necesidades de los otros lo convirtieron en una figura fácilmente legendaria.

Una vez más sus relaciones orbitaron el toreo. Poco antes de su regreso, un amigo lo llevó a despedirse de la ciudad. Supongo que fueron a un parque donde las rosas desvelaban a Quevedo y al rincón donde Manolete sintió el pulso de su propia sangre. La ruta desembocó -no podía ser de otro modo- en la Plaza de Las Ventas, cuando ya había oscurecido. Jorge se despidió de ese coliseo del embrujo. Entonces se abrió una puerta. "Te están esperando", dijo el amigo.

Entraron por un túnel. Las luces del ruedo se encendieron. "Mereces dar una vuelta", explicó el amigo que había inventado ese momento. Hernández recorrió la arena como un torero en su día grande.

El sortilegio de la amistad había cuajado esa faena. Sólo en un sentido literal las gradas estaban vacías. En la veracidad del sentimiento, los tendidos se llenaban para ovacionar de pie a Jorge F. Hernández, como yo hago ahora.

Por Juan Villoro








Hueso de la suerte
Por Juan Villoro

La amistad es una ventanilla de quejas en la que relatas las últimas canalladas de las que eres víctima.

Es bueno que un amigo te diga la verdad, pero es mejor que desprecie a los que te perjudican y recompense tu malestar contando algún desastre.

Pues bien; tengo unos amigos que se han impuesto la sádica tarea de ser felices: los Glutamato. A nadie le molesta que otros vivan bien, y menos si son amigos, pero ellos transforman el bienestar en una afrenta.

Pondré un ejemplo para desahogarme (anónimo lector, sé un amigo verdadero: oye mi queja).

Fui a su casa en el remoto Potrero del Edén. La reja de seguridad era custodiada por un guardia que comía un tamal. Supe que el tamal era de pollo por algo que pasó después. El vigilante habló con la boca llena para pedir mi credencial del IFE, se atragantó y estuvo a punto de ahogarse. Bajé del coche, le pedí que alzara los brazos y lo golpeé en la espalda. Confieso que cumplí la tarea con el entusiasmo de quien siempre ha querido golpear a un guardia.


Él agradeció con ojos llenos de lágrimas. "Mire", señaló un hueso de pollo en el suelo: "Lo traía atorado".

Por poco se traga el "hueso de la suerte". Cada familia inventa sus darwinismos y la mía cree descender del pollo. La inicial de nuestro apellido se parece al hueso de la suerte. No perdemos oportunidad de tomar decisiones de importancia quebrando la fúrcula. Así se llama el hueso que permite volar a las aves y demuestra que proceden de los dinosaurios. La evolución de las especies nos ha dejado ese frágil talismán.

Cuando Nena Glutamato abrió la puerta ya era tardísimo. Pedí disculpas, pero no hablé del tráfico ni del incidente con el policía porque no quise que Vic dijera que a él nunca le toca un embotellamiento. "Juan tuvo que pelear con un tamal", explicó mi esposa. Esto solucionó el asunto. Es fácil suponer que un "tamal" es un texto.

Liz Glutamato llegó a mostrarnos los pasos de baile que había aprendido en la serie australiana Dance Academy. Su coreografía era estupenda. "Ya le estamos dando Ritalin", dijo en voz baja Vic (considera que el talento de su hija es hiperactividad). Ronnie Glutamato no vino a saludar porque estaba escribiendo un ensayo sobre la depresión en Nietzsche. "Es tan profundo", suspiró Vic. Fui a su cuarto y supe que Ronnie escribía el ensayo ¡en la pared! Sólo constaba de una frase: "El origen de las cosas más nobles es siempre bastardo". No era un mensaje optimista, y menos si se relaciona con la idea que Vic y Nena tienen de la familia, pero aprecié que se interesara en cosas nobles.

La reunión fue agradable. Suprimí cualquier asomo de crítica que pudiera convertirme en un neurasténico ante los satisfechos ojos de los Glutamato. Ni siquiera dije que el miércoles se fue la luz. Opté por la cordialidad del zombie para impedir que mis amigos demostraran cruelmente que a ellos todo les funciona. Su perro está perfectamente entrenado mientras que el nuestro se come los cables de la computadora.

Nena sirvió un pollo maravillosamente confitado. Esto dio pie a que Vic recordara un minicuento que escribí en Twitter. En una cena de Navidad la familia reza con devoción y pide por los que han sufrido. Dios se conmueve y resucita al pavo.

"¿Por qué no pusiste un pollo en vez del pavo?", preguntó (sabe cuál es mi animal tutelar). "Era una cena de Navidad...", dije. "Ah, quisiste ser tradicional", respondió con desdén. "No sólo eso: el pavo es más caro que el pollo. No hay que reparar en gastos para los lectores".

Vic miró su pechuga confitada.

"Este pollo es orgánico", aclaró Nena, por si alguien pensaba que la cena era barata.

"Además el pavo da sueño", dije para congraciarme. Por desgracia, Ronnie dormitaba ante su plato. Vic pensó que criticaba al hijo que le parece un genio. "Está cansado de tanto leer a Nietzsche", lo disculpó. Recordé la frase en la pared de su cuarto. ¿Qué angustia origina la amistad? ¿La urgencia de superar la soledad, el deseo de ser comprendido, la increíble posibilidad de ser necesario? Bueno, también el afecto, pero eso no es bastardo.

Entre las muchas virtudes de los Glutamato se cuentan el cuchillo eléctrico de Nena y la habilidad quirúrgica de Vic. Rebanaron el pollo con destreza para que me tocara el "hueso de la suerte" o "huesito dulce".

Cuando faltaba poco para irnos, me atreví a contar lo que había sucedido en la reja de entrada. "Qué bueno que el poli se tragó el hueso de la suerte: iba a morir pero llegaste tú", comentó Vic.

Una vez más, todo era ideal en Potrero del Edén: ellos habían invitado a un rescatista para el guardia. Los Glutamato mortifican con su perfección. Entonces comprobé lo mucho que me gusta estar tenso en esa casa. Es un yoga neurótico. Si te vas a irritar, más vale que sea con alguien que quieres.

Partí el hueso con Liz. Ella se quedó con la parte más larga. "Hizo trampa", la criticó Vic. "La suerte no hace trampa", dijo ella.

Vi el hueso en mi plato. De ahí venían las aves, los dinosaurios, mi apellido, la diferencia entre vivir o morir, el misterio de la amistad.

Todo origen es bastardo, y todo depende de la suerte.




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