lunes, 3 de enero de 2011

DE HÉCTOR DE MAULEÓN, su columna de HOY en EL UNIVERSAL: CRUCES PARA LOS MUERTOS. ¿¡Cruces en la ciudad, fuera del cementerio!?


Héctor de Mauleón

Cruces para los muertos

10 de enero de 2011

Hubo siete muertos esa madrugada en Tlalpan: una camioneta llena de jóvenes acababa de impactarse contra la contención, a la altura de División del Norte. Había cuerpos tirados, hierros retorcidos, vidrios rotos sobre el pavimento. Las luces de las ambulancias subrayaban, y un instante después, desdibujaban la escena. Al paso de los días noté que a un lado de la contención, al borde de la acera, alguien había colocado siete pequeñas cruces blancas: la marca de la muerte en una ciudad en la que cada año hay 22 mil accidentes viales, que arrojan diariamente un promedio de cuatro muertos y 35 heridos. Cierta estadística profetiza que por cada cien mil capitalinos, 16 morirán en choques, atropellamientos, volcaduras y caídas del transporte público. Habitamos una ciudad en cuyo diseño se excluyó al peatón: no sorprende que en los 102 cruces más peligrosos que hay en la urbe, y también en muchas calles alejadas de las vialidades importantes, aparezcan como flores luctuosas del asfalto esas cruces de madera, de aluminio, de hierro, de mármol, que narran una muerte violenta y asignan un sentido nuevo al espacio urbano. Calles como cementerios, un nombre entre dos fechas, y frases de este tipo: “Paco. Te recordaremos con amor”.

Es probable que en México la ciudad moderna haya nacido el 22 de octubre de 1902, el día en que El Imparcial incluyó en sus páginas esta noticia: “Seis choques y tres atropellamientos”. Había sido un día de perros: en la calle de la Mariscala un tranvía eléctrico le trituró la cabeza a un ciclista que derrapó en el pavimiento mojado; en la calle de Santa Anna, un tal Miguel Morales sufrió varias fracturas al caer de un tranvía en movimiento; en Independencia y Coliseo, el señor Luis Zozaya arrolló al obrero Feliciano González (“quien se fue a su casa con varias lesiones”); en la calle de Tlapaleros, una carroza fúnebre chocó con un tranvía de la línea de Tacuba; en Flamencos y Portacoeli, un coche de sitio se estrelló de frente con el tren que venía de Tlalpan (El Mundo Ilustrado se quejaría después porque en aquella ciudad “los maniáticos del kilómetro” parecían “dispuestos a partir por la mitad a cualquier transeúnte”). Acababa de decidirse el futuro de la urbe: al auto se le concedería una prioridad social: establecer las reglas de la movilidad y el desarrollo del paisaje urbano.

En 1905, el periodista Manuel Flores protestaba alarmado: “No bien se ha llegado al récord de los 60 kilómetros... y la mortalidad por accidentes, que comenzó duplicando, ha acabado por triplicar”.

Un siglo más tarde, los percances de tránsito son la primera causa de muerte entre los menores de treinta y cinco años. Las inquietantes cruces que dan cuenta de éstos (al igual que los postes, los teléfonos públicos, las bancas de los parques) forman parte ya del mobiliario urbano. Relatan una experiencia, un drama personal que los familiares de los muertos fijan y comparten en el espacio público. En los sitios donde se hallan esas cruces, la calle no es solamente la calle. Alguien se la ha apropiado para siempre. Alguien la ha refundado, estableciendo una narrativa en la que todos podemos leer: “Aquí ha caído el rayo de la muerte”. De ese modo, en las calles de México, miles de cadáveres sin rostro cuentan la historia de una epidemia, de un problema de salud cuyo tema de fondo es la incultura vial. Relatos de alcohol, de velocidad, de imprudencia.

Los trabajadores de limpia suelen respetar las cruces que siembra la violencia imprudencial. Muchas de ellas llevan 20 o 30 años clavadas en el mismo sitio. Una o dos veces al año, alguien las adorna con veladoras o flores. Pero otras veces, los trabajadores las quitan, las borran, las “editan”: no resisten la imagen de una ciudad invadida por sus cementerios. Les perturba saber que el espacio que llamamos metrópoli es en realidad un campo sacudido por el rayo.

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Año Nuevo

03 de enero de 2011

El primero de enero es como una cruda sin aspirinas. La ciudad despierta un poco avergonzada de sí misma, mientras los adornos navideños cuelgan sin sentido sobre las calles desiertas. El Distrito Federal parece, más que nunca, un cementerio abandonado. El sol arrastra su cobija sobre esquinas en las que se acumulan despojos: botellas vacías, armazones de pavo y huesos de cerdo que perros famélicos hozan entre los basurales. Han terminado los fastos de diciembre y la ciudad, en plena bancarrota moral, resulta más enemiga que nunca: un deportista invicto corre solitario en la mañana brumosa; un viejo de sombrero y bufanda camina como Eneas en medio de la destrucción de Troya. No hay un alma en el transporte público. Permanecen cerradas las tiendas y las cafeterías. Salvo aquella muchacha que sacó a pasear al perro, los miembros de la tribu se guarecen del frío, pensando qué demonios llevarán al Monte apenas despunte la semana.

Hace tiempo, digamos un siglo, el poeta Luis G. Urbina describió un primero de enero semejante: relató el vacío que se desplomaba en las calles en cuanto llegaba el primer amanecer del año, y recomendó a sus lectores no fiarse de la frase “¡feliz año nuevo!”, que era el ritornello de todas las conversaciones. “Nada tiene de nuevo ni de feliz —escribió—. Es la misma tortura”. La soledad que reinaba en las calles era sólo el anuncio de que la batalla continuaba.

Aunque de la ciudad de Urbina no nos quedan sino osamentas, el clima moral del primer día del año no ha cambiado mucho. Hace un siglo, sin embargo, en 1911, el año nuevo porfiriano resultó curiosamente animado. Nadie parecía entender la gravedad del movimiento armado que asolaba el norte del país, no había forma de saber que aquella era la última vez que don Porfirio era el encargado de recibir el año. Los diarios anunciaban que los rebeldes habían sido diezmados en Chihuahua y una comitiva de políticos y militares acudía al Palacio Nacional para dar los parabienes al caudillo. “Cada año recoge el país la abundante cosecha de los grandes beneficios de vuestra labor”, le dijo el ministro de Relaciones. “La República os mira un vez más en pie, robusto y pleno de vigor”. Faltaban unos meses para que Díaz renunciara a la presidencia, pero las clases acomodadas creían que la nación había “manifestado inequívocamente su reprobación e intolerancia a todo trastorno del orden” y recibían el primer día de 1911 con una “surprise party” en casa del magnate Tomás Braniff, y con rumbosos banquetes en la Beneficencia Española y el Centro Castellano. En el club Reforma se celebraba un “match de foot ball” entre el México y el Pachuca; en el Toreo de la Condesa alternaban Vicente Segura y El Cocherito de Bilbao, y en El Palacio de Hierro se lanzaba una realización de “adiós a las mercancías”, en la que se remataban trajes, abrigos y sombreros. No se conocía el paradero de Francisco I. Madero, aunque El País aseguraba que se hallaba oculto en Ojinaga.

Pocos fords y unos cuantos landós circularon ese día en las calles. La ciudad lucía tan sola que nadie ayudó al obrero Juan Calderón cuando tres sujetos lo asaltaron en la Piedad, y nadie notó cuando unos ladrones fracturaron la cerradura de un inmueble de la Plaza Orizaba, de donde extrajeron joyas y prendas de vestir. Bajo los árboles de Alameda el joven Pablo Reyes se dio un tiro en la sien y en los llanos de Escandón un gendarme halló el cadáver de un recién nacido envuelto en pañales. Hizo frío hace un siglo en las calles de México. La bruma envolvió a la urbe del mismo modo en que apresa a la ciudad de hoy; el sol arrastró su cobija por esquinas repletas de despojos. Todo era como siempre, pero estaba terminando un tiempo: con aquel año nuevo comenzaba un siglo que iba a ser para el país como una cruda sin aspirinas. No había dónde meterse. Ni en aquel año nuevo ni en el de hoy.

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