domingo, 12 de septiembre de 2010

Stella Khabié-Rayek. Una historia publicada en

20 FORMAS DE ARREGLAR EL MUNDO
LAS LÁGRIMAS SON EL DESHIELO DEL ALMA

POR: STELLA KHABIÉ-RAYEK

Alan sale del hotel, se precipita a la calle. Irá a pie, por esa razón se había hospedado en el hotel a dos calles del edificio. Densos nubarrones envuelven la ciudad. Se advierte por todas partes vida congestionada, violenta, vehemente. Alan aprieta la pistola contra su pecho. Tres balas, por si falla una. Todo zumba, se empuja, choca con su corazón a punto de estallar. Los mataré. A él y a ella. Alan había pedido ayuda al portero, un oriental con la mirada fanática sellada en las pupilas. Le pagó una fortuna. El hombre le había asegurado: una detonación en el onceavo piso donde trabajan los dos y el edificio completo se derrumbará. Y Alan regresaría como si nada al periódico donde trabaja. Escribiría el artículo sobre cómo cambiar el mundo. Mejorar el mundo. Él mataría el mundo. Su mundo y el de ella. El de sus hijos también. El de ellos que se había tornado invisible. Alan sabe que su hijo se volvió drogadicto. Sabe que su hija sale por las noches y regresa borracha. Sí, así comenzó todo cuando los vieron.

Alan escribiría el articulo de Cambiando al mundo, así como lo hizo Kofi Anan. Pero no, se dijo, no hablaré de tolerancia, ecología, ahorro de agua ni calentamiento global… hablaré de lo que provoca la traición, la infidelidad, la aniquilación del amor…
En su terapia de grupo sólo se ocupan de esos temas. Son criminales en potencia dispuestos a derrumbar otras torres gemelas con tal de vengarse. Porque están rotos. Rotos como un reloj roto. Sólo es cuestión de tiempo.
Alan había sido un hombre pacífico, preocupado por su posición social y material y merecidamente ambicioso. Respetuoso. Hasta que la muerte nos separe, le había dicho ella al casarse. La quería. Se había acostumbrado a su mujer como quien se acostumbra al café, a la nicotina, a la droga. Él le daba todo, no sólo sus ganancias, coches, viajes, joyas. Le daba su persona por entero. Y luego, luego de la noche a la mañana se convirtió en su enemiga. Le robó. Sí, le robaba. Le mentía. Le engañaba. Estuvo a punto de atropellarlo, se me fue el coche, dijo. Y el día que encontró una píldora blanca nadando en su café. Ella no contestó, se puso blanca, lívida. Ahora el odio pasó a ser un deber. Así de poderosa la fuerza destructiva de la infidelidad. Qué miedo. La mujer no imaginó lo que seguiría. Sólo se vio embrujada por las palabras de su amante, sus fuertes brazos y su estómago cual lavadero. Y luego, aquella cosa de ojos asustados que era ella, ya no se distinguía de un animal.

Alan Recordó el desprecio que las personas sienten por un marido engañado. Y en los ojos de todos leyó esa mirada de desprecio. Él era un marido engañado. Y se vengaría. Acaso no es lo que se espera de él. No es lo que muestran las películas, los periódicos... Acaso no es lo que harán sus compañeros de terapia. Alma, Rita o Carlos… Y todos contra todos. Porque quizás ellos a su vez habían sido infieles. ¿Y la sociedad y las novelas, acaso les deparaban algún destino diferente?

Los callejones se oscurecen a medida que Alan corre. Se tornan más fríos, parecen dormir todavía pero acechan y vigilan. Desde las puertas enrejadas lo espían rostros.
El de su padre, el de su abuela. Alan aprieta nuevamente la pistola contra su pecho. Ahora empieza a hacerse temerosa la confusión de las calles, y en la calma aguda una risa procede del interior. De su obstinado y salvaje interior. El sol negro traspasa las febriles noches blancas. Alan mataría a todas las mujeres. Dios, sus piernas tiemblan. Se tropieza. Pum. Cae dentro de una coladera. Unas manos bondadosas le ayudan a salir medio desmayado. Lo meten a la panadería vecina donde un vaso de agua y un pan salido del horno lo resucitan. El olor del pan le llega en forma de dulzura. En forma de su abuela preparando la Halá para Shabat. La presencia de la abuela se concreta en señal de vida. Ojos castaños, abiertos, húmedos. Rostro que se pierde en una belleza impersonal y sin arrugas. Toda ella una dulzura cercana a las lágrimas. Llora. La sola idea del crimen se le presenta como una performance agotadora, vergonzosa. Una tristeza más antigua que su espíritu se apodera de él, lo encadena. Sacude la imagen. Se yergue como un cabrito recién nacido. Es como salir de las profundidades, los ojos llenos de blandura y en la punta de la lengua el sagrado sabor de la Halá. Tiene hambre. Y no eran los síntomas físicos del hambre. Era la parte orgánica del cuerpo y del alma. Era hambre de bondad. Avidez de volver a sentir la ternura primaria en la mujer.

Tira la pistola. Cuán lejos habían quedado el odio y la ira, pensó. Fue en aquel tiempo sin tiempo, en ese desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces. El odio y la ira son emociones pasajeras, breves por naturaleza. Pasan, si no se retroalimentan con pensamientos negros, divulgaciones, publicidad, señalamientos… Alan se llevó el pan a la boca, recordó la riqueza del trigo, comió con la altivez de quienes nunca darán explicación ni a sí mismos.
Sólo la dulzura es poder.
Siente las primeras dulzuras del aire. La calidez del viento. Siente su corazón debilitado. Lo siente querer de poco a poco. Y es la imitación de lo bueno. Con esa sensación podría morir.
Pero, No, gritó desde dentro. Quiero prolongar ese sentimiento. Quiero vivir para escribirlo y dárselo a mis hijos y reconciliarlos con el proceso de la vida.
Y para contarles cómo era el amor.

Porque su alma infantil ha sido martirizada con traiciones y sorpresas. Quiero ayudarles a rehacerse para aceptar de nuevo la vida y sus secretos. El misterio de cómo sucedió. El misterio que cambió el drama en historia. Ese nuevo sentimiento lleno de sentido.
Escribiré “Cómo cambiar al mundo”. Sí. Crearé una conciencia literaria. Y dejaré a un lado los problemas ecológicos, la falta de agua… de todas formas, la selva del Amazonas reverdece cada año sin tu ayuda ni la mía.
Contaré la historia de nuestros abuelos y su potencial, creador de amor, poesía y pan. Lo que nos distingue del animal es renunciar a glorificar la violencia. Necesitamos curarnos de la divinización de las guerras. Porque la primera guerra empieza en casa, y la mentalidad del odio va a la presente generación y a las futuras y seduce a la juventud para que admire la violencia. Debemos juntar fuerzas hasta conseguir que la juventud de hoy no sea víctima de ese contagio y fiebre de infidelidades, venganzas y divorcios. Una historia en la que esos crímenes dejarán de ser considerados manifestaciones heroicas y positivas.

Escribiré una nueva historia, más humana, más feliz, lejos de conspiraciones e infamias de nuestros seres más queridos. Una historia escrita con la mirada puesta en la ascensión de la pareja. Escrita desde la altura de las conquistas culturales y con el verdadero propósito de orientar a los jóvenes para que conservemos el orgullo de ser hombres de nuestro tiempo, poniendo en relieve la eterna armonía del espíritu creador.


Alan recordó el pan al escribir. Y en sus ojos asomaron chispas líquidas.
Las lágrimas son el deshielo del alma congelada, escribió. Y terminó así: En lo alto del cielo, una nube pequeñísima es la memoria blanca del universo entero.



STELLA KHABIÉ-RAYEK 7/04/10

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