jueves, 30 de septiembre de 2010

DE LABERINTO 381, un tentenpié, mientras compras -Y LEES- la edición impresa el sábado 2 de octubre



EDICIÓN 381 (del sábado 2 de octubre)

A salto de línea

El cine, la grilla y el Oscar

Braulio Peralta

braulioperalta@yahoo.com.mx

Sin bien a la mayoría le parece una buena película porque refleja la realidad de México, difiero de la opinión porque El infierno, de Luis Estrada, está más cerca del realismo socialista, y muy lejos del neorrealismo italiano de De Sica. No es difícil decir esto si coincidimos que la realidad rebasa a la realidad ¡hasta que se convierte en película! ¿Y el arte, dónde queda?

Lo de Estrada es una fórmula que ha salido bien sobre todo en La ley de Herodes, y que descaradamente continúa como “cine de denuncia” sin pistas para entender el enredijo en el que está el país con el narco y el ejército en la calle. Nada se explica. El infierno es un sketch de estereotipos facilones. Una farsa divertida y trágica, sí, pero no la toma de conciencia del realismo crítico que exige Lukács. No. Logra el efecto contrario: eso somos. Así estamos. Jodidos pero contentos. Populismo cinematográfico, pues (no en balde el PRD lo toma como bandera de “conciencia”).

La gente sale creyendo entender la realidad del narco, como si bastara un guión eficaz y facilón: pueblo chico, infierno grande. Es una pena porque la película de Estrada estuvo cerca de despertarnos del marasmo. Lo perdió su estilo chocarrero. Pero ya ven: va a España a intentar ganar el Goya, en 2011. Qué bueno que no competirá con Gomorra, de Saviano.

Hidalgo hasta la médula

Al revés: a varios críticos de cine no les gustó Hidalgo, de Antonio Serrano, quizá porque los personajes hablan castellano, no inglés o francés. Quizá porque necesitaban a Depardieu o Hopkins interpretando al padre de la patria y no al extraordinario actor que es Demián Bichir, creíble hasta la médula. Si la hubieran elegido para representarnos para los Oscar, Bichir hubiera regresado con el galardón. Pero ni siquiera estuvo en la lista de la Academia de Ciencias Cinematográficas.

Lejos del acartonamiento, Serrano apostó por la libertad de la vida privada del sacerdote excomulgado por la Iglesia católica por su lucha independentista y pensamiento afrancesado. De Hidalgo sabemos muchas cosas, pero poco de lo que la película nos cuenta, lo que tiene un valor digno de elogiarse. Tartufo, de Moliére, prohibido en la época es el ejemplo ideal para contarnos las atrocidades de la Inquisición y el pretexto para que el curita enamore a Josefa Quintana.

Antonio Serrano conoce el lenguaje del cine y uno se asombra del paisaje y la historia del movimiento insurgente sin lecciones aburridas, impartidas en las escuelas primarias. No es poco. Serrano puede estar contento: se superó a sí mismo desde Sexo, pudor y lágrimas.

Creo honestamente que Hidalgo era la única con virtudes para convencer a los gringos para pegar en el mercado internacional cinematográfico. Así es la vida.

Y el Oscar es para…

En cambio la grilla de Alejandro González Iñárritu ganó con su película Biutiful, seleccionada para competir por los Oscar en Hollywood en 2011. Escribió cartas a medio mundo para llevar a los miembros de la Academia a votar para que su filme represente a México. Lo logró. Le ganó la grilla incluso a su amigo Diego Luna con su largometraje, Abel, aun cuando la secretaria técnica de la Academia, Silvia Gil, hizo lo imposible para que Luna ganara, utilizando la base de datos de la institución para enviar sus cartas de apoyo. Ni así.

Coda

Sí, ya sé que no soy crítico de cine. Pero nunca me atrevería a decir que Biutiful está “destinada a ser considerada entre las joyas de la cinematografía mundial”. ¿Será?




Corriente secreta

De segunda fila

Héctor de Mauleón

demauleon@gmail.com

Si uno busca en internet a Juan Sánchez Azcona, lo primero que aparece —casi lo primero que aparece— es un mapa de la Guía Roji que señala alguna calle de la colonia del Valle. En 1930, Juan Sánchez Azcona lamentó en un artículo periodístico el olvido en que había caído el revolucionario zacatecano Luis Moya, a quien las nuevas generaciones asociaban sólo con el nombre de una calle metropolitana de gran tránsito. Escribió: “El tiempo y la incuria convierten los merecimientos reales en el simple nombre de una calle”. Sánchez Azcona murió en 1938, un día después de entregar en El Universal su último artículo, y le ocurrió exactamente lo que había lamentado.

Pasados los fastos del Bicentenario de la Independencia, llenos de Hidalgos, Allendes, Aldamas y Morelos, vendrán los fastos del Centenario de la Revolución, atiborrados de Villas, Zapatas, Obregones y Maderos. Vendrá la disputa de los partidos políticos por la propiedad de los héroes patrios, y de nueva cuenta se echará por la borda la oportunidad de recontar y repensar, en esta fecha emblemática, la historia de México. Un síntoma de esa tendencia que todo lo reduce a discursos y juegos pirotécnicos, es el silencio que cae sobre los olvidados eternos: los reflectores seguirán llenando de esplendor a las grandes figuras y dejarán a cargo de la comisión que organice los festejos de la Revolución el siglo siguiente, a los grandes personajes que han ocupado desde siempre un sitio modesto en la segunda fila. ¿Han hecho los políticos, los funcionarios culturales, los encargados de los festejos alguna mención a Juan Sánchez Azcona, Enrique Bordes Mangel o Alfredo Robles Domínguez, por citar sólo a algunos? No. En la alcantarilla en la que el país se halla sumergido, la historia es un baile de máscaras cuyo fin es recaudar fondos para la elección siguiente.

En 1907, Sánchez Azcona fue el primer periodista que denunció la matanza de obreros en Río Blanco. En 1908 fundó el más solicitado de los periódicos democráticos, México Nuevo, lo que le valió la persecución del régimen porfirista (oficinas y prensas incautadas). Poco después dirigió la convención que lanzó a Madero como candidato a la presidencia, y en junio de 1910 tuvo que huir del país disfrazado de cura. Se reunió en San Antonio con Madero, y con un viejo compañero de andanzas, Ernesto Bordes Mangel, con quienes redactó el llamamiento a las armas conocido como Plan de San Luis.

Bordes Mangel era un defensor furibundo del movimiento obrero. Había fundado el Partido Nacionalista Democrático. Fue el primer convencido de la necesidad de armar un movimiento de violencia. “Más que en la renovación política soñaba en la renovación social”. Madero lo comisionó para traer a México los primeros ejemplares del Plan de San Luis: los repartió mientras la policía del régimen le pisaba los talones. Años más tarde Victoriano Huerta consideró su muerte como asunto de seguridad nacional y lanzó tras él a su tristemente célebre banda de asesinos (aunque Bordes Mangel salió con vida, murió, solo y perseguido, a los 49 años).

Alfredo Robles Domínguez, por su parte, figuraba entre los propagandistas del antirreleccionismo que planearon con Madero la revolución de 1910. Después de pasar un tiempo en Lecumberri se reunió con el caudillo en Ciudad Juárez y sumó al movimiento armado la adhesión de los revolucionarios del sur. Cuando Porfirio Díaz renunció a la presidencia, llegó a la capital con plenos poderes para hacerse cargo del gobierno: fue el encargado de organizar la apoteósica entrada de Madero a la ciudad de México.

Hoy, en el año del Centenario, la incuria convierte los merecimientos en simples nombres de calles. La de Bordes Mangel está en Iztacalco. A Robles Domínguez se le encuentra sólo en Vallejo.



Hombre de celuloide
El mensajero exterminador
Fernando Zamora
Twitter: @fernandovzamora



Ángel viene del griego “mensajero” y, aunque solemos identificar a los ángeles con las buenas nuevas, películas como El mensajero recuerdan que los ángeles son, también, destructores. Traen y llevan, entre la tierra y el cielo malas noticias. Ya lo sabía Lord Byron: que crear es una forma de destruir. Y que el más creativo de los ángeles es un exterminador.

El sargento Will Montgomery es un héroe de guerra que ha recibido, como culminación de su carrera militar, cierta misión que pareciera simple; incluso, luego de lo vivido en la Segunda Guerra del Golfo, pareciera anti-climática: El sargento ha de ir, de casa en casa, anunciando a los familiares de quienes han muerto en batalla, los detalles de su deceso. Vestido impecable, Montgomery toca a la puerta y destruye: anuncia el mensaje del exterminio.

Como suele suceder en toda película de “misión militar”, el sargento aprende los detalles de su trabajo con un jefe que tiene dos dosis de macho maldiciente y otra de soldado sensible que en el mundo civil no encuentra su lugar. Si Will ha vuelto apenas del Medio Oriente, Stone, su jefe, es veterano de la guerra de Vietnam. La suya no ha sido una guerra de regreso heroico y, amargado, el capitán ha visto de todo en este trabajo de ir anunciando la muerte. Woody Harrelson interpreta tan bien a este personaje oscuro y un poco loco que no es exagerado decir que es lo mejor de la película. Lleno de tics, el capitán Stone enseña al sargento que no debe conmoverse, que debe llegar antes que el periódico, antes de que el padre o la madre, la esposa o la novia del soldado muerto enciendan la televisión. Le enseña que no debe enojarse por más que haya familiares que, dolidos hasta el tuétano, vayan a gritarles. Ellos son sólo mensajeros, no el mensaje.

Montgomery, sin embargo (tal vez porque es más joven) suspira aún con la posibilidad de reconstruir una relación que le acabó la guerra. Inocente o iluso, Montgomery rompe los protocolos, los rituales perfectamente planeados y, en el colmo de las transgresiones, se enamora de una mujer que acaba de perder a su marido.

Lo interesante de esta película es que uno no pierde nunca el interés, que la narrativa no cae en complacencias inútiles y que Montgomery no se convierte en Tony. Al contrario, van creando juntos una amistad, casi sin querer, llevando de casa en casa la destrucción. Porque los protagonistas construyen en la medida en que van destruyendo y es ésta la metáfora que vale la pena pensar en un filme de sabor tan patriotero: que para construir un amor hay que destruir al que lo precede y que el amor destruye. El amor como ágape: dos hombres se hacen amigos, comparten lo que les duele y borrachos consiguen un pleito. El amor como filia: Montgomery enternecido, regala al hijo del soldado muerto, una bandera que el niño no sabe bien qué le produce y, claro, el erotismo. Esa necesidad imperiosa de la carne, del beso. Y es que el amor es el mensajero que crea. Justamente porque es un ángel exterminador.

El mensajero (The messenger). Dirección: Oren Moverman. Guión: Alessandro Camon, Oren Moverman. Fotografía: Bobby Bukowski. Música: Nathan Larson. Con: Ben Foster, Jena Malone, Eamonn Walker, Woody Harrelson y Samantha Morton. Estados Unidos, 2009


Dime qué pseudónimo usas

Heriberto Yépez

Archivo hache

En los premios literarios, el concursante debe ocultar su nombre.

En México hay dos tipos primordiales de pseudónimo literario: el jocoso y el heterodoxo.

Para ejemplo, la lista de pseudónimos del II Premio Internacional Letras del Bicentenario: Zapatitos Rojos; Jarín Fonz; Alicia Adora; Esa vez Bonifacio; Eleya de Llerena; Doña Pepa, la costilla de Hidalgo; El gancho rubio; El otro Wakefield; Su perrillo; Polifemo y El Charro Beltrán.

El monto de estos premios fue 25 mil dólares para primeros lugares; 15 mil para segundos y 5 mil para terceros. Con todo y dineral, los ganadores preferirían que su pseudónimo fuese ocultado. Todo pseudónimo es indigno.

Empero, prensa e institutos, o creen que el pseudónimo es una información relevantísima y por eso la publican, o la difunden para humillar a los literatos: que el mundo conozca tu pseudónimo literatoso es peor que ser desenmascarado en la Arena México.

Todo escritor sabe que el pseudónimo es ridículo. Muchas veces para ofuscar ese ridículo, paradójicamente, recurre al paroxismo. Por eso los pseudónimos chistosones.

En mi caso he firmado como “El Pato Lógico” que, concluí, tras años de abisal meditación, ¡era pseudónimo perfecto! Asegura que mantengas tu anonimato, jamás ganando.

Un mal pseudónimo puede arruinar tu carrera literaria. Si has concursado y dedicado horas a pensar qué pseudónimo usar, no eres paranoico. Título, índice y pseudónimo son los tres criterios reales de los jurados.

La otra tendencia dominante —poner un nombre algo raro, foráneo, irreal, digamos, Katrina Petrovskova— se debe a que la pseudonimia causa regresión psicológica, devuelve a la infancia, casi a los cuentos de hadas.

No sólo debido a que inventar nombres es un juego infantil muy común sino porque despierta la ilusión de ganar. Concursar infantiliza.

Una ceremonia de premiación literaria es como una asamblea escolar, donde, para colmo, anuncian tu bochornoso pseudónimo por un micrófono.

El pretexto burocrático del pseudónimo es proteger la identidad del concursante (evitar prejuicios en los jurados); la razón verdadera, aniñar escritores.

¿Qué es un pseudónimo literario? Un contrato involuntario entre la sociedad y el escritor, a través del cual los escritores revelan su alter ego.

Ya dicho esto, las dos tendencias de la pseudonimia literaria quedan explicadas: la personalidad secreta de los escritores mexicanos corresponde a la de bufones o soñadores.

En el futuro, algún ducho hermeneuta descifrará el significado cabal de los pseudónimos (que almacenan información acerca de la imagen interna y el lugar que ocupan los intelectuales en las sociedades).

Pero, por supuesto, esta investigación indispensable no es un vericueto que pueda acometer alguien que hasta hace unos minutos se apodaba El Pato Lógico.

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